SANTIAGO SEQUEIROS
JOAQUÍN LEGUINA
Actualizado: 30/12/2014 20:34 horas
ANTES DE SEGUIR escribiendo sobre sus
«reformas» conviene recordar que la Constitución del 1978 fue -y es- la primera
y única Constitución española aprobada por un amplio consenso en las Cortes y
en las urnas. Los españoles conseguimos con ella, durante la Transición, un
acuerdo fundamental que nos hizo, al fin, libres e iguales, aparte, claro está,
de firmar la paz entre nosotros. Un acuerdo tácito este último que los
comunistas de entonces llamaron reconciliación nacional. Esa reconciliación
tuvo «su mármol y su día», su expresión más cabal en la Ley de Amnistía que los
antifranquistas sobrevenidos califican hoy de traición. Una injuria más.
Oigamos las razones de Marcelino Camacho
defendiendo en nombre del PCE aquella ley:
«Los comunistas, que tantas heridas
tenemos, que tanto hemos sufrido, hoy estamos resueltos a marchar hacia delante
por la vía de la libertad, de la paz y del progreso. Hoy no queremos recordar
ese pasado, porque hemos enterrado a nuestros muertos y nuestros rencores».
¿Era posible sacar a la calle, por
ejemplo, a los autores del atentado contra Carrero Blanco sin amnistiar a los
policías Roberto Conesa o Saturnino Yagüe? Era posible, pero hubiera sido un
disparate. Los que presentaron, empujaron y aprobaron esta ley, ¿se habían
olvidado del franquismo, de su naturaleza represiva, de las torturas y las
violaciones de derechos fundamentales? Desde luego que no, pero prefirieron -en
palabras del historiador Santos Juliá- «echarlo al olvido». Era la
contrapartida exigida por la amnistía para que ella alcanzara a todos los actos
de intencionalidad política.
Con la llegada de la crisis y los consiguientes
destrozos sociales, hoy se oyen variadas (y confusas) voces que no sólo
reniegan de la Transición, también hablan sin parar de «reformas
constitucionales». Los hay que quieren arreglar con ello el contencioso
separatista en aras de un nuevo «encaje» de Cataluña en España, aunque yo me
malicio que buscan sólo una tregua con los nacionalistas (¿previa a la
rendición?).
Otros, los destroyers, quieren tomar
cumplida venganza contra todo y contra todos, motejando a la democracia actual
con el despectivo y sospechoso nombre del «régimen del 78». Por eso exigen
partir de cero y abrir un periodo constituyente. Una izquierda ésta, la
«constituyente», tan vieja como gastada, aunque pretenda ahora disfrazarse -en
una impostura indecente- de socialdemócrata. Tentativa que, espero, sea
desenmascarada, dejando claro que sus dirigentes, un grupito de universitarios
radicales, sólo tratan de alimentarse políticamente del cabreo nacional,
proponiendo soluciones simples a problemas complejos. Todo ello envuelto en un
lenguaje tan agresivo como justiciero.
Los hay más modestos, que pretenden
colocar en la Constitución nuevos derechos civiles. Y los más moderados sólo
desean retocar algunos artículos para adecuarla a los nuevos tiempos, por
ejemplo, aclarando de una vez el malparido Título VIII.
Aunque ningún reformista hable de ello,
la posibilidad de reformas constitucionales se contempla en los últimos
artículos de la propia Constitución y allí se definen dos tipos de artículos.
Unos, la mayor parte, se pueden cambiar con el simple apoyo de 176 votos en el
Congreso de los Diputados (mayoría absoluta). A esos cambios, para entendernos,
los llamaremos enmiendas; mientras que el de otros artículos (reformas)
requiere un proceso complejo que exige un amplio y sostenido consenso político.
El artículo 168 de la Constitución lo precisa así:
1. Cuando se propusiere la revisión
total de la Constitución o una parcial que afecte al Título preliminar, al
Capítulo segundo, Sección primera del Título I, o al Título II, se procederá a
la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara y a la
disolución inmediata de las Cortes.
2. Las Cámaras elegidas deberán
ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que
deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras.
3. Aprobada la reforma por las Cortes
Generales, será sometida a referéndum para su ratificación.
Es a este artículo al que motejan de
«candado» los populismos felizmente reinantes en España, ya sean nacionalistas
ya sean izquierdistas. También andan en este baile algunos denominados
socialistas, como los del PSC.
¿Qué contienen los artículos citados por
el artículo 168? Pues, en primer lugar, los derechos y libertades de los
españoles que nadie puede arrebatarnos mediante una mayoría coyuntural en el
Parlamento. Por ejemplo, se garantiza «la dignidad de las personas y los
derechos inviolables (Art. 10)». «Los españoles son iguales ante la ley (art.
14 ), que también prohíbe discriminación alguna por razón de nacimiento, raza,
religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal. El art.
15, que prohíbe la tortura y la pena de muerte. O el 16, que protege la
libertad ideológica y religiosa. En fin, que allí, protegidos por ese
«candado», están nuestros derechos, los de la Declaración Universal del
Derechos Humanos y otros muchos. Derechos que nadie en su sano juicio dejaría
al albur de la coyuntura política. Por eso el «candado» está muy bien puesto y
en su sitio. Quiere evitar que en algún arrebato extremista (de derechas o de
izquierdas) se nos arrebaten esos derechos. Quien quiera hacerlo, saltándose el
artículo 168, tendrá que recurrir a la fuerza, es decir, a un golpe de Estado.
Pero la imaginación de los leguleyos al
servicio de la causa «reformista» ha inventado que el «candado» en realidad no
existe, pues el artículo 168 podría eliminarse con una simple votación
mayoritaria en el Parlamento. Lo que proponen es un flagrante fraude de ley,
pero qué importa cuando lo que pretenden es, simplemente, dañarnos haciendo
trampas en el juego.
Claro que ese «candado» guarda algo más
que lo ya dicho. Son asuntos con los cuales, a juicio de quien esto escribe,
tampoco se debe jugar. A saber:
«La soberanía nacional reside en el
pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» y «la forma política del
estado español es la Monarquía parlamentaria». También: «La Constitución se
fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e
indivisible de todos los españoles» (Título Preliminar). En ese mismo Título
Preliminar se lee: «El castellano es la lengua española oficial del Estado.
Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla».
También está allí el «temible» artículo 8: «Las Fuerzas Armadas, constituidas
por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión
garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad
territorial y el ordenamiento constitucional». ¿Pero es que existe algún
Ejército en el mundo democrático que no esté para esto?
AQUELLOS QUE PRETENDEN poner la
Constitución patas arriba han de saber que si se quieren tocar los preceptos
señalados en el «candado» deberán atenerse al complicado proceso que él señala.
Todo lo demás consiste en «saltarse a la torera la Constitución» (palabras
pronunciadas por Alfonso XIII al dar paso, en 1923, a la dictadura de Primo de
Rivera, lo cual le llevaría, ocho después, al exilio). También Lluis Companys
se la saltó en 1934 y Francisco Franco en 1936, con los brillantes resultados
que todos aquellos pronunciamientos trajeron consigo.
En otras palabras, si se quiere tocar la
parte donde se define el Estado y están escritos nuestros derechos, el
«reformador» tendrá que contar con el voto de los españoles en referéndum y
conviene saber que somos muchos quienes no estamos dispuestos a ceder sin más.
Vamos a defender nuestros derechos con uñas y dientes.
En fin, ni uno sólo de los problemas
económicos y sociales que golpean hoy a los españoles tiene nada que ver con el
texto constitucional. Y su solución tampoco. Enmiendas sí, pero «reformar» la
Constitución o empezar de cero sería un despropósito que sólo traería consigo
confusión y división. Esa división que con tanto esmero y dedicación cultivan
los separatistas.
Joaquín Leguina es miembro permanente del Consejo Consultivo de la Comunidad de Madrid