Este cuadro de Zurbarán, "Defensa de Cádiz", ilustra perfectamente el objetivo y prioridad de nuestra asociación.

martes, 13 de enero de 2015

LOS YIHADISTAS SE PREPARAN PARA GOBERNAR



JOAQUÍN VILA es director de EL IMPARCIAL

Desde el mirador de San Nicolás, en el popular barrio mozárabe del Albaicín, se puede contemplar la que para muchos es la más espectacular puesta de sol del mundo: al otro lado de la brecha del río Darro, que parte en dos Granada, al caer, los rayos pintan, primero, de dorado y, luego, de naranja y hasta de rojo la majestuosa fachada nazarí de la Alhambra y las copas de los naranjos del Generalife. Al fondo, la imponente silueta de Sierra Nevada.
A lo largo de las callejuelas que trepan por entre el barrio encalado y el palacio, los turistas se agolpan en las tiendas, los bares, las terrazas, los comercios. Y salta la sorpresa. En la bellísima ciudad andaluza apenas viven españoles. Todos los establecimientos comerciales están regentados por ciudadanos árabes. Los emigrantes magrebíes se han hecho dueños de la mayoría de los negocios de este rincón de Granada. Chapurrean malamente nuestro idioma, son amables, hábiles comerciantes y, sin duda, astutos. Atienden los negocios familias enteras: abuelos, padres e hijos se ocupan de regatear con los clientes.
Se trata de emigrantes legales, de origen argelino, marroquí, tunecino, mauritano… Buena gente, trabajadora que ha encontrado su edén en el sur de España, en la ciudad en la que sus antepasados fueron derrotados por la Reconquista y que ahora han vuelto a sus orígenes, al Al Andalus. Sus hijos son españoles de pleno derecho; muchos votan ya y los demás votarán pronto. Los abuelos, los padres y los hijos son musulmanes. Van a la mezquita y escuchan atentos las peroratas de los imanes, unas peroratas que en muchos casos proclaman la guerra santa contra los infieles, justifican el terrorismo yihadista. Y el fanatismo va penetrando en sus cerebros.
Algunos de ellos formarán partidos políticos de inspiración musulmana y muchos les votarán. En unos años, muchas ciudades y pueblos españoles estarán gobernados por ciudadanos de origen árabe. Y, lo peor, algunos de ellos, envenenados por el fanatismo fundamentalista, terminarán enrolándose en los ejércitos yihadistas. No solo en Granada, sino en buena parte de España y en buena parte del mundo. La invasión silenciosa ya ha empezado. En Alemania, en Francia, en Gran Bretaña, en Estados Unidos, en Canadá… en todo Occidente se preparan para gobernar el mundo.
No se trata de cerrar las fronteras a nadie por su origen o religión. No se trata de atizar la xenofobia como hacen los partidos de extrema derecha. Se trata de aplicar la ley. Y las leyes democráticas impiden la apología del terrorismo, como ocurre en muchas mezquitas y, naturalmente, las fuerzas de seguridad tienen la obligación de vigilar y detener a las células de terroristas yihadistas que crecen como las setas por todos los rincones. Sin duda, un reto difícil. Entre el “buenismo” de la progresía y el fanatismo xenófobo hay que imponer el sentido común. Porque la democracia y la libertad están en juego, en el punto de mira del terrorismo y porque resulta evidente que los cerebros asesinos de sus líderes tienen un plan sutil, perverso, soterrado y silencioso para invadir y aniquilar las democracias occidentales e imponer sus atroces leyes.
Solo tres terroristas se han enfrentado en Francia a miles de policías durante tres días. Solo tres terroristas han conmocionado al mundo entero al asesinar a diez periodistas, a cuatro rehenes y a dos gendarmes en el corazón de París. Media docena de terroristas derribaron el 11-S las torres gemelas de Nueva York, asesinaron a tres mil personas y provocaron dos guerras. Solo media docena de terroristas asesinaron en Madrid el 11-M a casi doscientas personas y cambiaron el mapa electoral español. Y solo media docena de terroristas asesinaron en el metro de Londres a más de cincuenta personas. Matar es muy fácil, sobre todo para los fanáticos islamistas dispuestos a inmolarse.
Cualquier día, unos pocos terroristas cometerán atentados simultáneos en una docena de ciudades europeas y americanas y se asemejará al fin del mundo. Y, sin duda, lo están preparando. La III Guerra Mundial está en marcha. Solo un gran acuerdo entre las democracias occidentales puede derrotar el fanatismo, la crueldad, la intolerancia y el terror que nos invade como la peste. Con la unánime y rotunda aplicación de la ley que defiende la libertad, la democracia y los derechos humanos. Pero hay que aplicar la ley sin complejos. Todo un reto; quizás, una utopía

miércoles, 7 de enero de 2015

JOAQUÍN LEGUINA

SANTIAGO SEQUEIROS

JOAQUÍN LEGUINA

Actualizado: 30/12/2014 20:34 horas
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ANTES DE SEGUIR escribiendo sobre sus «reformas» conviene recordar que la Constitución del 1978 fue -y es- la primera y única Constitución española aprobada por un amplio consenso en las Cortes y en las urnas. Los españoles conseguimos con ella, durante la Transición, un acuerdo fundamental que nos hizo, al fin, libres e iguales, aparte, claro está, de firmar la paz entre nosotros. Un acuerdo tácito este último que los comunistas de entonces llamaron reconciliación nacional. Esa reconciliación tuvo «su mármol y su día», su expresión más cabal en la Ley de Amnistía que los antifranquistas sobrevenidos califican hoy de traición. Una injuria más.
Oigamos las razones de Marcelino Camacho defendiendo en nombre del PCE aquella ley:
«Los comunistas, que tantas heridas tenemos, que tanto hemos sufrido, hoy estamos resueltos a marchar hacia delante por la vía de la libertad, de la paz y del progreso. Hoy no queremos recordar ese pasado, porque hemos enterrado a nuestros muertos y nuestros rencores».
¿Era posible sacar a la calle, por ejemplo, a los autores del atentado contra Carrero Blanco sin amnistiar a los policías Roberto Conesa o Saturnino Yagüe? Era posible, pero hubiera sido un disparate. Los que presentaron, empujaron y aprobaron esta ley, ¿se habían olvidado del franquismo, de su naturaleza represiva, de las torturas y las violaciones de derechos fundamentales? Desde luego que no, pero prefirieron -en palabras del historiador Santos Juliá- «echarlo al olvido». Era la contrapartida exigida por la amnistía para que ella alcanzara a todos los actos de intencionalidad política.
Con la llegada de la crisis y los consiguientes destrozos sociales, hoy se oyen variadas (y confusas) voces que no sólo reniegan de la Transición, también hablan sin parar de «reformas constitucionales». Los hay que quieren arreglar con ello el contencioso separatista en aras de un nuevo «encaje» de Cataluña en España, aunque yo me malicio que buscan sólo una tregua con los nacionalistas (¿previa a la rendición?).
Otros, los destroyers, quieren tomar cumplida venganza contra todo y contra todos, motejando a la democracia actual con el despectivo y sospechoso nombre del «régimen del 78». Por eso exigen partir de cero y abrir un periodo constituyente. Una izquierda ésta, la «constituyente», tan vieja como gastada, aunque pretenda ahora disfrazarse -en una impostura indecente- de socialdemócrata. Tentativa que, espero, sea desenmascarada, dejando claro que sus dirigentes, un grupito de universitarios radicales, sólo tratan de alimentarse políticamente del cabreo nacional, proponiendo soluciones simples a problemas complejos. Todo ello envuelto en un lenguaje tan agresivo como justiciero.
Los hay más modestos, que pretenden colocar en la Constitución nuevos derechos civiles. Y los más moderados sólo desean retocar algunos artículos para adecuarla a los nuevos tiempos, por ejemplo, aclarando de una vez el malparido Título VIII.
Aunque ningún reformista hable de ello, la posibilidad de reformas constitucionales se contempla en los últimos artículos de la propia Constitución y allí se definen dos tipos de artículos. Unos, la mayor parte, se pueden cambiar con el simple apoyo de 176 votos en el Congreso de los Diputados (mayoría absoluta). A esos cambios, para entendernos, los llamaremos enmiendas; mientras que el de otros artículos (reformas) requiere un proceso complejo que exige un amplio y sostenido consenso político. El artículo 168 de la Constitución lo precisa así:
1. Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al Título preliminar, al Capítulo segundo, Sección primera del Título I, o al Título II, se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara y a la disolución inmediata de las Cortes.
2. Las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras.
3. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación.
Es a este artículo al que motejan de «candado» los populismos felizmente reinantes en España, ya sean nacionalistas ya sean izquierdistas. También andan en este baile algunos denominados socialistas, como los del PSC.
¿Qué contienen los artículos citados por el artículo 168? Pues, en primer lugar, los derechos y libertades de los españoles que nadie puede arrebatarnos mediante una mayoría coyuntural en el Parlamento. Por ejemplo, se garantiza «la dignidad de las personas y los derechos inviolables (Art. 10)». «Los españoles son iguales ante la ley (art. 14 ), que también prohíbe discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal. El art. 15, que prohíbe la tortura y la pena de muerte. O el 16, que protege la libertad ideológica y religiosa. En fin, que allí, protegidos por ese «candado», están nuestros derechos, los de la Declaración Universal del Derechos Humanos y otros muchos. Derechos que nadie en su sano juicio dejaría al albur de la coyuntura política. Por eso el «candado» está muy bien puesto y en su sitio. Quiere evitar que en algún arrebato extremista (de derechas o de izquierdas) se nos arrebaten esos derechos. Quien quiera hacerlo, saltándose el artículo 168, tendrá que recurrir a la fuerza, es decir, a un golpe de Estado.
Pero la imaginación de los leguleyos al servicio de la causa «reformista» ha inventado que el «candado» en realidad no existe, pues el artículo 168 podría eliminarse con una simple votación mayoritaria en el Parlamento. Lo que proponen es un flagrante fraude de ley, pero qué importa cuando lo que pretenden es, simplemente, dañarnos haciendo trampas en el juego.
Claro que ese «candado» guarda algo más que lo ya dicho. Son asuntos con los cuales, a juicio de quien esto escribe, tampoco se debe jugar. A saber:
«La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» y «la forma política del estado español es la Monarquía parlamentaria». También: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» (Título Preliminar). En ese mismo Título Preliminar se lee: «El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla». También está allí el «temible» artículo 8: «Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional». ¿Pero es que existe algún Ejército en el mundo democrático que no esté para esto?
AQUELLOS QUE PRETENDEN poner la Constitución patas arriba han de saber que si se quieren tocar los preceptos señalados en el «candado» deberán atenerse al complicado proceso que él señala. Todo lo demás consiste en «saltarse a la torera la Constitución» (palabras pronunciadas por Alfonso XIII al dar paso, en 1923, a la dictadura de Primo de Rivera, lo cual le llevaría, ocho después, al exilio). También Lluis Companys se la saltó en 1934 y Francisco Franco en 1936, con los brillantes resultados que todos aquellos pronunciamientos trajeron consigo.
En otras palabras, si se quiere tocar la parte donde se define el Estado y están escritos nuestros derechos, el «reformador» tendrá que contar con el voto de los españoles en referéndum y conviene saber que somos muchos quienes no estamos dispuestos a ceder sin más. Vamos a defender nuestros derechos con uñas y dientes.
En fin, ni uno sólo de los problemas económicos y sociales que golpean hoy a los españoles tiene nada que ver con el texto constitucional. Y su solución tampoco. Enmiendas sí, pero «reformar» la Constitución o empezar de cero sería un despropósito que sólo traería consigo confusión y división. Esa división que con tanto esmero y dedicación cultivan los separatistas.

Joaquín Leguina es miembro permanente del Consejo Consultivo de la Comunidad de Madrid