Este cuadro de Zurbarán, "Defensa de Cádiz", ilustra perfectamente el objetivo y prioridad de nuestra asociación.

martes, 7 de junio de 2011

Si el Rey no se calla ¿por qué lo hace la prensa?

Por Antonio Casado

Publicado en El Confidencial (07/06/2011)


Se imagina por un momento al presidente del Gobierno, al líder de la oposición o al presidente del Tribunal Constitucional abroncando en público a un grupo de periodistas por una información no ya crítica hacia ellos mismos o las instituciones a las que representan, sino supuestamente inexacta? ¿Qué pensaría si José Luis Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy o Pascual Sala se encarasen -literalmente- con los medios de comunicación cada vez que éstos, en el ejercicio de su libertad de expresión, publicaran una noticia que les irrita?

Ahora suponga que no es ni Zapatero, ni Rajoy ni Sala quienes pierden los papeles y coaccionan a la prensa -porque, en definitiva, se trata de eso-, sino el jefe del Estado. ¿Seguiría creyendo que esa actitud insolente e incompatible con los usos democráticos le desacredita -como a aquéllos- para ejercer su cargo? Porque esa fue, precisamente, la conducta exhibida el pasado martes por el Rey durante un acto oficial en el palacio de La Zarzuela, cuando, en un tono desabrido e impropio de quien "modera el funcionamiento regular de las instituciones" (artículo 56.1 de la Constitución), respondió a los periodistas que le interrogaron por su estado de salud, un día después de que la Casa del Rey anunciase que el monarca iba a ser intervenido quirúrgicamente en su rodilla derecha.

"Lo que os gusta es matarme y ponerme un pino en la tripa todos los días. Eso es lo que hacéis la prensa", fue el exabrupto lanzado a los estupefactos informadores por Don Juan Carlos, visiblemente crispado por las especulaciones de algunos medios de comunicación sobre el alcance de sus achaques. Puede que alguien agradezca la espontánea contribución del Rey a la riqueza del castellano con esa florida metáfora -confieso que jamás había escuchado la expresión poner un pino en la tripa como representación de un féretro, pero ésa es otra cuestión-; o que no falte quien aplauda al ubicuo presidente del Congreso, José Bono, que salió en defensa de la manoseada campechanía del monarca al afirmar que éste "hasta resultó simpático" con su amenazante berrinche; o incluso que otros se den por satisfechos con el melifluo tirón de orejas que le dedicó la portavoz de UPyD, Rosa Díez, molesta porque aquellas palabras supusieron un "juicio excesivo" sobre la labor de los periodistas.

Todas esas consideraciones, sin embargo, chapotean en la superficie. Y el altercado merece un análisis mucho más profundo. Sobre todo si se tiene en cuenta que, al día siguiente, la Casa del Rey dio otra vuelta de tuerca en su grosero intento de amordazar a la prensa -y no es, ni mucho menos, la primera vez que esto ocurre- al decidir que, a partir de ahora, ningún periodista tendrá acceso a las "audiencias y actos programados" de Don Juan Carlos o su familia en el Palacio Real y en los de El Pardo, La Zarzuela y La Almudaina (Palma de Mallorca), cuya cobertura informativa será en adelante "exclusivamente gráfica, salvo que haya indicaciones específicas". Eso tiene un nombre: censura. Y, desde luego, no resulta nada simpática.

Cambiar las reglas del juego

Si el jefe del Estado quiere imponer unas reglas del juego tan alejadas de los códigos de una monarquía parlamentaria, tal vez los medios de comunicación deberían responder aplicando unos patrones mucho más democráticos en el tratamiento informativo de los asuntos que conciernen a la Corona e idénticos a los que rigen para cualquier otra institución: veracidad, imparcialidad, transparencia y objetividad. Y ese propósito es incompatible con el acatamiento casi ciego de una ley no escrita vigente desde la Transición, según la cual el Rey -cuya persona es "inviolable" y no está "sujeta a responsabilidad", según el artículo 56.3 de la Constitución- está libre de crítica y sus actos escapan al escrutinio fiscalizador de la prensa.

Ese pacto de caballeros entre editores y monarquía muy probablemente tuvo plena justificación en aquellos años convulsos de mudanza política, cuando la Corona sirvió de parapeto frente a los ataques y conspiraciones de los náufragos del franquismo contra una democracia todavía balbuciente e insegura. Desde entonces, los periodistas han seguido casi a rajatabla el espíritu -que no una letra inexistente- de aquella norma, trasladando a los ciudadanos una información casi siempre edulcorada, amable y acrítica sobre la primera autoridad del Estado. Pero quizá sea oportuno preguntarse hoy, más de 35 años después de la entronización de Don Juan Carlos, si aún tiene sentido que los medios de comunicación sirvan de dique de contención frente a los posibles errores y abusos de la institución monárquica.

¿Por qué silenciar el debate sobre la sucesión cuando los ciudadanos hablan con naturalidad en la calle de los pros y los contras de una abdicación del monarca en favor del heredero, el príncipe Felipe de Borbón? ¿Acaso debería ocultarse a la opinión pública la presunta conexión del yerno del Rey, Iñaki Urdangarín, con el llamado caso Palma Arena, después de que un juez haya imputado a su ex socio en el Instituto Nóos, la entidad que presidía el ex jugador de balonmano del FC Barcelona? ¿Hay que mirar hacia otro lado cuando Don Juan Carlos rebasa las competencias que le atribuye la Constitución e interfiere en el debate político, excluyendo al PP de un pacto anticrisis auspiciado por él mismo? ¿O cuando Patrimonio Nacional paga la elevada factura de una lujosa cinta de correr para uso exclusivo del Rey?

Los únicos límites a esa normalización informativa los deben marcar el interés periodístico, el respeto a la intimidad personal del monarca y los preceptos del Código Penal. Y conviene recordar que incluso el PSOE aceptó el pasado mes de marzo debatir en el Congreso la modificación de este último para suprimir el delito de injurias a la Corona, actualmente castigado con hasta dos años de cárcel.

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