Oscar Éimil, publicado en el Diario de Cádiz el viernes 23 deAgosto de 2013.
NINGUNA cifra, de las muchas que hemos ido conociendo desde comienzos de año, pone de manifiesto, como ésta, el estrepitoso fracaso de la sociedad en que vivimos. Y a pesar de su importancia, de su transcendencia como reflejo de lo bajo que hemos caído, muy poca o ninguna ha sido la repercusión mediática y social que ha tenido: han nacido el año pasado en España 453.637 niños y se han practicado en nuestro país, al mismo tiempo, 118.539 abortos. O lo que es lo mismo, de los 572.176 embarazos viables que se han producido, algo más del 20% han terminado en aborto voluntario. Y este dato escalofriante debería producirnos vergüenza y llevarnos a una profunda reflexión.
Muy pronto, seguramente a la vuelta del verano, el Gobierno llevará a las Cortes un proyecto de ley que provocará un cambio sustancial en la legislación reguladora de la materia. Es pues éste un buen momento, a mi juicio, para traer el problema de que les hablo a estas líneas con la sana intención de escarbar un poco en nuestras conciencias
Y para ello, nada mejor que resumir lo que ha sido el estado de la cuestión en España desde la llegada de la democracia hasta nuestros días, periodo este en el que encontramos tres hitos legislativos fundamentales: en 1978, 1985 y 2010.
En 1978, aunque hubo algunos que defendieron una redacción alternativa, el artículo 15 de la Constitución dispuso algo tan evidente como que "todos tienen derecho a la vida". Prevaleció así la opinión mayoritaria sobre la de aquellos que hubieran preferido un texto que dijera "todas las personas tienen derecho a la vida" en vista de que en nuestro Derecho Privado sólo son personas -ex artículo 30 del Código Civil- los nacidos con forma humana que vivan 24 horas enteramente desprendidos del seno materno.
En 1985, la Ley Orgánica 9, como es sabido, modificó el Código Penal para despenalizar el aborto terapéutico, el criminológico y el eugenésico. Esta ley fue recurrida por el Grupo Parlamentario Popular ante el Tribunal Constitucional que, en la muy importante sentencia 53/1985, sentó la que, hasta la fecha, constituye la doctrina constitucional sobre la materia. En ella se afirmó que el nasciturus -el concebido y no nacido-, no es en sentido estricto titular del derecho a la vida, aunque esa vida humana en formación es un bien que constitucionalmente merece protección, ratificando la constitucionalidad de la primera ley socialista del aborto porque, ante la colisión de valores constitucionalmente protegidos, podría admitirse, en determinadas circunstancias, la prevalencia de uno -la vida o la dignidad de la madre en este caso- sobre el otro -la vida en formación.
En 2010, por último, la Ley Orgánica 2, sobre la que pende un recurso de inconstitucionalidad, elevó el aborto a la categoría de derecho subjetivo de la mujer -parece que ninguna opinión corresponde aquí a su pareja-, un derecho que puede ejercitarse hoy en España en cualquier caso y sin más restricciones que el respeto a los plazos que la indica ley y desde los 16 años cumplidos.
La experiencia vivida durante estos años demuestra, a mi juicio, que el grave problema que tenemos encima, demográfico también, pero sobre todo moral y de pura humanidad, no se arregla con evoluciones legislativas más o menos restrictivas. Más bien, dado el estado social de la cuestión, creo que la clave del futuro -de un futuro mejor, claro-, descansa fundamentalmente en la persuasión y en la responsabilidad individual. Nos corresponde a todos, creo, y es obligación, al menos de los poderes públicos, porque así resulta del artículo 10 de la Constitución -"La dignidad de la persona es el fundamento de nuestro orden político"-, reconocer y promover en la sociedad -de la que los medios son parte fundamental- el reconocimiento de la maldad intrínseca del aborto. Es también su obligación implementar políticas activas disuasorias que permitan reducir la escandalosa cifra de abortos que se practican anualmente en España. Lo es, asimismo, premiar generosamente a las madres que, en cualquier circunstancia, decidan llevar sus embarazos a término. Es, en definitiva, su obligación, reformar en profundidad la legislación reguladora de la adopción para que sirva fundamentalmente, más que a la satisfacción de los padres - ¡qué broma es esa de que los padres que den a sus hijos en adopción van a tener en el futuro derecho a visitarlos! -, al interés general de la sociedad, de la que los niños son parte esencial.
Sólo así, desde los poderes públicos, convenciendo, estimulando y ayudando, en lugar de enconando los ánimos, conseguiremos que las tremendas cifras de abortos que se practican año tras año en España -somos los terceros de Europa por detrás del Reino Unido y de Francia-, y a las que nuestra sociedad parece haberse acostumbrado, dejen de ser una auténtica vergüenza para todos.
José Joaquín León, publicado en el Diario de Cádiz el domingo 11 de Agosto de 2013
A propósito de la polémica entre Cádiz y Sevilla, por la Zona Franca y el Puerto, se ha vuelto a ver que cada ciudad tiene sus especialidades. La de Sevilla es el proyecto mágico. De vez en cuando, surge alguna idea luminosa, como el canal Sevilla-Bonanza (o ahora el dragado del Guadalquivir), con toda la pinta de no hacerse nunca, pero que permite hablar durante años y años sobre la gran riqueza que va a crear algún día. La especialidad gaditana es el lamento. Nos quieren quitar todas las cosas buenas que hay en Cádiz y que tanto nos envidian (en Sevilla algunos querían hasta una playa en el río). Nos copian, y ya se sabe lo que pasa con el que la copia. Y mientras, Sevilla y Cádiz siguen estando entre las mejores ciudades para el desempleo en España.
El lamento gaditano tiene siglos de antigüedad. Si ustedes siguen las efemérides del Diario, verán que ahí se publican de vez en cuando lamentos de toda la vida. Algunos son los mismos de ahora. A principios del siglo XX, ya se decía que el puerto estaba en decadencia y que el Gobierno no ayudaba. El Gobierno nunca se portó lo suficientemente bien con Cádiz. Ningún gobierno, ni de derechas, ni de izquierdas, ni el franquismo, ni las repúblicas, ni nadie. Maltrato eterno a Cádiz. Y aún así, hemos tenido políticos gaditanos colocados, como Emilio Castelar y Segismundo Moret, los dos con monumentos en plazas bonitas, pero se dedicaban a lo suyo. En eso, Sevilla tuvo más suerte con Felipe González, que le puso un AVE, y aquí todavía no ha llegado.
El lamento gaditano, como la fe, es ciego. No ve más allá de Cortadura (en eso se parece al sevillano verdadero, que tampoco ve más allá de Bellavista, Torreblanca o la cuesta de Castilleja). Pero el lamento gaditano se olvida de las responsabilidades propias. Por ejemplo, ya que hablamos del Puerto y la Zona Franca, ¿han sido un modelo de gestión en los últimos lustros, o más bien lo contrario?
La culpa de la decadencia del Puerto de Cádiz no la tienen en Sevilla. O un suponer: el capricho de mi Verja es mía, excepto cuando toca una Gran Regata. Por lo demás, no quiero recordar lo que ha pasado con algunos de los últimos delegados de la Zona Franca; y no me refiero sólo a los juicios, sino que ese cargo parece gafe. Además de que se empeñaron en algunas operaciones de poco éxito.
Siempre nos podemos quejar de los demás. Pero también se deben revisar las responsabilidades gaditanas. Puede que así se corrijan mejor los errores.