(Manuel Bustos, publicado en el Diario de Cádiz el 28 de Mayo de 2012)
LA preocupación por lo público forma parte de lo humano. Ya lo decían los clásicos: algunos tienen que dedicarse a lo que es de todos, para que cada uno pueda hacerlo con aquello que le es propio. Noble contribución la del político.
Sin embargo, lo "demasiado humano" ha acompañado de continuo la política desde que el mundo es mundo. Uno repasa esa maestra de la vida llamada Historia, y siempre encontramos lo mismo: decisiones de gobierno más o menos acertadas y, acompañándolas, prevaricaciones, injusticias, enriquecimiento personal, prepotencia, demagogia... Unas veces con más intensidad, otras con menos, habitualmente ha sido así.
La conclusión parece obvia: da lo mismo quién esté; todos hacen igual. Además de injusta, tan extendida opinión resulta cómoda y no compromete, por eso es tan frecuente escucharla. Por supuesto, más entre la gente con menos preparación y compromiso público. Propicia el inmovilismo y la permanencia de la corrupción. El reconocimiento del mal no exime de combatirlo dentro y fuera de uno mismo. De lo contrario, sería como decir: me sustraigo de curarme una enfermedad porque sé que me moriré tarde o temprano.
Confieso que la política partidista nos provoca con frecuencia la náusea. Los medios no debieran dedicarle tanto tiempo y espacio a las declaraciones y combates dialécticos de los políticos. En España somos muy dados a prestarles más atención de la debida. A darle vueltas a un comentario o una palabra sin mayor trascendencia de un hombre público. No son sino dardos arrojadizos pensados malévolamente para erosionar al adversario. Lo único que se consigue acogiéndolos es mostrar la cara deplorable de la política, contribuyendo con ello a la pérdida de interés por ella y a su desprestigio.
Pueden llegar, incluso, a producir cierto pesimismo antropológico, al convencernos de la inmensidad de la estupidez humana. Se trata de palabras que se lleva el viento, efecto de coyunturas pasajeras, dichas para decir lo que consideran obligado. En general, quienes las expresan no se plantean buscar la verdad, sino descalificar al contrario. Causar un efecto mediático -con la complicidad de los periodistas-, sin que interese lo más mínimo el comprenderle y menos empatizar con él o ponerse en su situación.
Forma parte de la estrategia partidista. Y en esa perversa pirueta dialéctica resulta difícil que el ciudadano vea la necesidad y la grandeza que tiene la función política. Sus propios agentes son los encargados de echar por tierra la importancia de su labor. Cuanto más hombre de partido se es, sin una formación moral o humanística compensadora, más frases hechas y consignas, sin objetividad alguna, suelen prodigarse.
Peor aún es el efecto que esta perversión produce en los mismos políticos. Termina por anegar su propia conciencia, al convertir la falsedad en su propia verdad. Se acostumbran a mentir, a no discernir sobre la moralidad de sus palabras y acciones. O terminan creyendo, de no ejercitarla, que la conciencia no existe, que es una invención de los moralistas, hombres alejados de la realidad, cuando ciertamente son ellos quienes llegan a confundir su ficción con la verdad. En lugar de buscar el bien de sus conciudadanos, terminan confundiéndolo con los remedos de su ideología o sus estrategias para ganar votos. Forma parte -suelen consolarse- del juego político de la democracia. Al prescindir de la verdad tienen que negarla (aunque no lo hagan abiertamente), desvinculándola de sus afanes y alimentando así una sólida base de relativismo moral, que terminan instituyendo erróneamente como fundamento de la democracia. Ellos se consideran a sí mismos como pragmáticos y realistas.
Afortunadamente, no todos los políticos caen en esa tentación. Cada uno de nosotros guardamos en la memoria nombres de quienes no siguieron esta vía. O, al menos, lucharon y luchan por no disociar conciencia y política. Pero, para desgracia del común, no son éstos quienes habitualmente marcan la pauta en los partidos. Tampoco quienes más suenan en los medios. Suelen estar en puestos secundarios o poco relevantes. O no se dedican a la política nacional. Han de hacer un enorme esfuerzo por mantenerse y fecundar con su ejemplo el partido. Se empeñan con frecuencia en casar las decisiones tomadas en él con su conciencia, y esperan la llegada de tiempos mejores para que sus puntos de vista florezcan. Las afrontan a veces como un mal menor. Y sufren o terminan yéndose por la puerta de atrás, con las orejas gachas.
Una política sin conciencia termina cobrándose un fuerte tributo. Se vuelve contra quienes la practican y daña la imagen de una tarea noble y necesaria, arrastrando al conjunto. La gente ve en ella un postizo, una carga que, innecesariamente, debe soportar la mayoría, en beneficio de unos pocos. Se desinteresa de la política.
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