(Rafael Padilla en Diario de Cádiz, el 20 de mayo de 2012)
ANTES morir que torcer la voluntad. El país literalmente se desmorona, gritan todas las alarmas, la angustia se adueña de corazones y calles, y ellos, malditos sean, continúan a lo suyo. ¿Qué más tiene que pasar para que al fin reparen en que, de esta coyuntura pavorosa, o salimos juntos o no salimos? El ciudadano está harto de sus razones mezquinas, de sus peleas de comadre, de tanta cerrazón sectaria en las mismas puertas del infierno. Los dos grandes partidos españoles -lo de grandes lo digo sólo por el tamaño- siguen instalados en la ruptura total, insensibles al clamor de cuantos les reclamamos una señal de esperanza y toneladas de generosidad. Empieza a calar la idea, triste como pocas, de que el mayor obstáculo para superar la crisis es justamente su compartida incapacidad para alcanzar consensos imprescindibles en momentos tan extremadamente difíciles.
No lo impide, ni tan siquiera, que aparenten defender fórmulas radicalmente distintas. El reestreno de Griñán es idéntico, o casi, al debut de Rajoy en La Moncloa. No queda otra, ellos lo saben, y, sin embargo, se empeñan en fingir terapias discrepantes. La puerta del laberinto es angosta y única, pero se aleja estúpidamente por el afán de escenificar broncas supuestamente rentables.
No es de recibo que, en mitad de la madre de todas las tormentas, el presidente del Gobierno y el líder de la oposición prácticamente ni se miren. La relación entre ellos, más allá de faroles de tahúr, es voluntariamente inexistente. El barco se va a pique y los depositarios mayoritarios de nuestra confianza se comportan como adolescentes descerebrados. Oiga, enciérrense donde les convenga, hablen por Dios hasta la afonía, hagan honor a su responsabilidad y diseñen una estrategia de supervivencia. Si no, pudiera ser de risa, patética claro, que uno acabara ahogándose por popa, el otro por proa y todos, tan sorprendidos como indignados, por donde a cada cual le coja.
Acabo de leer un estudio de la consultora PWC en el que numerosos expertos destacan esto mismo: sin un pacto de Estado, afirman, no hay futuro; aunque, por supuesto, casi ninguno lo cree factible en las actuales circunstancias. Yo ahondo en la gravedad: la situación es tan diabólicamente compleja que acaso ni con ese pacto tendríamos garantizado el éxito. Pero lo que desde luego resultaría de traca es que ni se intentara, que prevalecieran los intereses políticos y los adornos ideológicos sobre la inminencia letal de la catástrofe.
El pueblo, al cabo, no se lo merece. Si hemos de sucumbir, hagámoslo dignamente, sin escatimar un solo esfuerzo, agotando todas las vías, posibles y hasta imposibles, de escape. Porque, si de renuncias va el puñetero baile, mal entenderíamos que la primera no consistiera en el abandono del credo caduco y de la ceguera egoísta de estos dos soberbios, tozudos, cada día más menguantes, padres presuntos de la patria.
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