JOAQUÍN VILA es director de EL IMPARCIAL
Desde el mirador de San Nicolás, en el popular barrio mozárabe del Albaicín, se puede contemplar la que para muchos es la más espectacular puesta de sol del mundo: al otro lado de la brecha del río Darro, que parte en dos Granada, al caer, los rayos pintan, primero, de dorado y, luego, de naranja y hasta de rojo la majestuosa fachada nazarí de la Alhambra y las copas de los naranjos del Generalife. Al fondo, la imponente silueta de Sierra Nevada.
A lo largo de las callejuelas que trepan por entre el barrio encalado y el palacio, los turistas se agolpan en las tiendas, los bares, las terrazas, los comercios. Y salta la sorpresa. En la bellísima ciudad andaluza apenas viven españoles. Todos los establecimientos comerciales están regentados por ciudadanos árabes. Los emigrantes magrebíes se han hecho dueños de la mayoría de los negocios de este rincón de Granada. Chapurrean malamente nuestro idioma, son amables, hábiles comerciantes y, sin duda, astutos. Atienden los negocios familias enteras: abuelos, padres e hijos se ocupan de regatear con los clientes.
Se trata de emigrantes legales, de origen argelino, marroquí, tunecino, mauritano… Buena gente, trabajadora que ha encontrado su edén en el sur de España, en la ciudad en la que sus antepasados fueron derrotados por la Reconquista y que ahora han vuelto a sus orígenes, al Al Andalus. Sus hijos son españoles de pleno derecho; muchos votan ya y los demás votarán pronto. Los abuelos, los padres y los hijos son musulmanes. Van a la mezquita y escuchan atentos las peroratas de los imanes, unas peroratas que en muchos casos proclaman la guerra santa contra los infieles, justifican el terrorismo yihadista. Y el fanatismo va penetrando en sus cerebros.
Algunos de ellos formarán partidos políticos de inspiración musulmana y muchos les votarán. En unos años, muchas ciudades y pueblos españoles estarán gobernados por ciudadanos de origen árabe. Y, lo peor, algunos de ellos, envenenados por el fanatismo fundamentalista, terminarán enrolándose en los ejércitos yihadistas. No solo en Granada, sino en buena parte de España y en buena parte del mundo. La invasión silenciosa ya ha empezado. En Alemania, en Francia, en Gran Bretaña, en Estados Unidos, en Canadá… en todo Occidente se preparan para gobernar el mundo.
No se trata de cerrar las fronteras a nadie por su origen o religión. No se trata de atizar la xenofobia como hacen los partidos de extrema derecha. Se trata de aplicar la ley. Y las leyes democráticas impiden la apología del terrorismo, como ocurre en muchas mezquitas y, naturalmente, las fuerzas de seguridad tienen la obligación de vigilar y detener a las células de terroristas yihadistas que crecen como las setas por todos los rincones. Sin duda, un reto difícil. Entre el “buenismo” de la progresía y el fanatismo xenófobo hay que imponer el sentido común. Porque la democracia y la libertad están en juego, en el punto de mira del terrorismo y porque resulta evidente que los cerebros asesinos de sus líderes tienen un plan sutil, perverso, soterrado y silencioso para invadir y aniquilar las democracias occidentales e imponer sus atroces leyes.
Solo tres terroristas se han enfrentado en Francia a miles de policías durante tres días. Solo tres terroristas han conmocionado al mundo entero al asesinar a diez periodistas, a cuatro rehenes y a dos gendarmes en el corazón de París. Media docena de terroristas derribaron el 11-S las torres gemelas de Nueva York, asesinaron a tres mil personas y provocaron dos guerras. Solo media docena de terroristas asesinaron en Madrid el 11-M a casi doscientas personas y cambiaron el mapa electoral español. Y solo media docena de terroristas asesinaron en el metro de Londres a más de cincuenta personas. Matar es muy fácil, sobre todo para los fanáticos islamistas dispuestos a inmolarse.
Cualquier día, unos pocos terroristas cometerán atentados simultáneos en una docena de ciudades europeas y americanas y se asemejará al fin del mundo. Y, sin duda, lo están preparando. La III Guerra Mundial está en marcha. Solo un gran acuerdo entre las democracias occidentales puede derrotar el fanatismo, la crueldad, la intolerancia y el terror que nos invade como la peste. Con la unánime y rotunda aplicación de la ley que defiende la libertad, la democracia y los derechos humanos. Pero hay que aplicar la ley sin complejos. Todo un reto; quizás, una utopía
A lo largo de las callejuelas que trepan por entre el barrio encalado y el palacio, los turistas se agolpan en las tiendas, los bares, las terrazas, los comercios. Y salta la sorpresa. En la bellísima ciudad andaluza apenas viven españoles. Todos los establecimientos comerciales están regentados por ciudadanos árabes. Los emigrantes magrebíes se han hecho dueños de la mayoría de los negocios de este rincón de Granada. Chapurrean malamente nuestro idioma, son amables, hábiles comerciantes y, sin duda, astutos. Atienden los negocios familias enteras: abuelos, padres e hijos se ocupan de regatear con los clientes.
Se trata de emigrantes legales, de origen argelino, marroquí, tunecino, mauritano… Buena gente, trabajadora que ha encontrado su edén en el sur de España, en la ciudad en la que sus antepasados fueron derrotados por la Reconquista y que ahora han vuelto a sus orígenes, al Al Andalus. Sus hijos son españoles de pleno derecho; muchos votan ya y los demás votarán pronto. Los abuelos, los padres y los hijos son musulmanes. Van a la mezquita y escuchan atentos las peroratas de los imanes, unas peroratas que en muchos casos proclaman la guerra santa contra los infieles, justifican el terrorismo yihadista. Y el fanatismo va penetrando en sus cerebros.
Algunos de ellos formarán partidos políticos de inspiración musulmana y muchos les votarán. En unos años, muchas ciudades y pueblos españoles estarán gobernados por ciudadanos de origen árabe. Y, lo peor, algunos de ellos, envenenados por el fanatismo fundamentalista, terminarán enrolándose en los ejércitos yihadistas. No solo en Granada, sino en buena parte de España y en buena parte del mundo. La invasión silenciosa ya ha empezado. En Alemania, en Francia, en Gran Bretaña, en Estados Unidos, en Canadá… en todo Occidente se preparan para gobernar el mundo.
No se trata de cerrar las fronteras a nadie por su origen o religión. No se trata de atizar la xenofobia como hacen los partidos de extrema derecha. Se trata de aplicar la ley. Y las leyes democráticas impiden la apología del terrorismo, como ocurre en muchas mezquitas y, naturalmente, las fuerzas de seguridad tienen la obligación de vigilar y detener a las células de terroristas yihadistas que crecen como las setas por todos los rincones. Sin duda, un reto difícil. Entre el “buenismo” de la progresía y el fanatismo xenófobo hay que imponer el sentido común. Porque la democracia y la libertad están en juego, en el punto de mira del terrorismo y porque resulta evidente que los cerebros asesinos de sus líderes tienen un plan sutil, perverso, soterrado y silencioso para invadir y aniquilar las democracias occidentales e imponer sus atroces leyes.
Solo tres terroristas se han enfrentado en Francia a miles de policías durante tres días. Solo tres terroristas han conmocionado al mundo entero al asesinar a diez periodistas, a cuatro rehenes y a dos gendarmes en el corazón de París. Media docena de terroristas derribaron el 11-S las torres gemelas de Nueva York, asesinaron a tres mil personas y provocaron dos guerras. Solo media docena de terroristas asesinaron en Madrid el 11-M a casi doscientas personas y cambiaron el mapa electoral español. Y solo media docena de terroristas asesinaron en el metro de Londres a más de cincuenta personas. Matar es muy fácil, sobre todo para los fanáticos islamistas dispuestos a inmolarse.
Cualquier día, unos pocos terroristas cometerán atentados simultáneos en una docena de ciudades europeas y americanas y se asemejará al fin del mundo. Y, sin duda, lo están preparando. La III Guerra Mundial está en marcha. Solo un gran acuerdo entre las democracias occidentales puede derrotar el fanatismo, la crueldad, la intolerancia y el terror que nos invade como la peste. Con la unánime y rotunda aplicación de la ley que defiende la libertad, la democracia y los derechos humanos. Pero hay que aplicar la ley sin complejos. Todo un reto; quizás, una utopía
No hay comentarios:
Publicar un comentario