manuel Bustos Rodríguez, publicado en el diario de cadiz el 02.01.2013
DESDE el corazón mismo del siglo XIX se nos ha transmitido la idea de una Iglesia y una religión cristiana asociadas al inmovilismo y a los poderosos, y contraria a la modernidad y a la ciencia moderna. De poco habrían servido en este sentido los importantes servicios prestados por ambas a los marginados de toda índole a lo largo de la historia, así como al desarrollo de la cultura y de las tareas científicas.
Tras el Concilio Vaticano II se hizo en la Iglesia un esfuerzo considerable de denuncia de las situaciones de injusticia en nuestro mundo, de preocupación por la libertad y los derechos humanos, de promoción social y de apoyo a la ciencia. Fruto de todo ello fue el desvanecimiento temporal de la imagen heredada. Mas a medida que nos hemos ido acercando al presente, y particularmente en las últimas décadas, esa vieja imagen ha reaparecido con una fuerza inusitada. El cristianismo en general y la Iglesia católica en particular han pasado de ser héroes a villanos. Y no es porque se haya producido un giro sustancial en ninguno de los dos; más bien al contrario, la apertura al mundo secularizado les ha pasado factura con frecuencia.
El cambio de actitud debe buscarse en la profunda mutación que está experimentando la cultura de nuestro tiempo, una mutación de claro sesgo antropológico; de aquí su hondura y riesgos. Resumiendo mucho las cosas por falta de espacio, diríamos que dicha transformación pretende construirse sobre tres pilares clave: la universalidad o globalización, la ideología de género y el relativismo. Otros caracteres del momento actual, como la crisis económica, la crisis política o la emergencia nacionalista, poseen estrechos vínculos con ellos.
La presencia de la globalización hace que las dos restantes alcancen un eco mucho mayor del que les pertenecería si se tratara de un marco meramente local o nacional. El inusitado poder de los medios de comunicación, especialmente de internet, de las redes sociales y de la televisión, le han otorgado un alcance extraordinario.
Ideología de género y relativismo conforman el sustrato de nuestra cultura en las últimas décadas, e inciden en los graves problemas que hoy nos afligen, y, en parte, en la debilidad de Europa. Actúan como disolventes de vínculos fundamentales y, en particular, de las bases cristianas de la sociedad occidental y del concepto mismo de lo humano.
Partiendo de grupos muy minoritarios, ambas corrientes han logrado alzarse, aprovechando el vacío moral, gracias a su organización, determinación y beligerancia, así como al apoyo institucional y de los medios, hasta imponer una auténtica dictadura de pensamiento en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Han nacido con pretensiones de ingeniería social para conformarla a su imagen y semejanza, proyectándose sobre ámbitos esenciales, como son la naturaleza del ser humano, la relación hombre-mujer, la familia, el matrimonio, los hijos, o sobre las bases morales que sirven de orientación e integración a los miembros de una sociedad.
Frente a esta deriva, pocas disidencias más importantes, pocas luchas más denodadas en defensa de la ley natural y de la dignidad de la vida humana que las del cristianismo y, a pesar de sus limitaciones, de la Iglesia. No viene de los partidos, sean estos de derecha o de izquierda, la disidencia frente a dicha dictadura, sino de la propia religión y, en particular, de una de las instituciones fundamentales en que toma cuerpo. Y esto es así, porque sólo ellos son capaces de presentar una verdadera concepción del hombre alternativa a la que se pretende imponer. Movimientos con un claro componente ecologista y antisistema están fuertemente contaminados a este respecto por ambas corrientes, aunque se presenten también como valedores de una cultura alternativa.
Todo esto, unido al previo calentamiento de la opinión en las anteriores décadas, explica la saña y, en algunos casos, la persecución crecientes con que se emplean los grupos que sostienen esta cultura emergente y sus albaceas. Sólo así se explica también la caza de brujas suscitada sucesivamente, entre otros, contra el parlamentario italiano Buttiglione, el primer ministro húngaro Viktor Orban y su constitución de inspiración cristiana o, entre nosotros, el juez Ferrín Calamita.
Les esperan, pues, tiempos difíciles a los cristianos en los próximos años, de difícil convivencia con una legislación que puede arrinconarlos y una ideología que ha calado a través de los medios en una previamente abonada población civil. Será preciso que, frente a ello, sean capaces de defender su derecho, en una sociedad democrática, a tener su propia voz y a obrar de acuerdo con su conciencia, sin ser tildados por ello de machismo, homofobia o fundamentalismo, por citar sólo algunas de los epítetos más frecuentes que se les suelen aplicar.
Tras el Concilio Vaticano II se hizo en la Iglesia un esfuerzo considerable de denuncia de las situaciones de injusticia en nuestro mundo, de preocupación por la libertad y los derechos humanos, de promoción social y de apoyo a la ciencia. Fruto de todo ello fue el desvanecimiento temporal de la imagen heredada. Mas a medida que nos hemos ido acercando al presente, y particularmente en las últimas décadas, esa vieja imagen ha reaparecido con una fuerza inusitada. El cristianismo en general y la Iglesia católica en particular han pasado de ser héroes a villanos. Y no es porque se haya producido un giro sustancial en ninguno de los dos; más bien al contrario, la apertura al mundo secularizado les ha pasado factura con frecuencia.
El cambio de actitud debe buscarse en la profunda mutación que está experimentando la cultura de nuestro tiempo, una mutación de claro sesgo antropológico; de aquí su hondura y riesgos. Resumiendo mucho las cosas por falta de espacio, diríamos que dicha transformación pretende construirse sobre tres pilares clave: la universalidad o globalización, la ideología de género y el relativismo. Otros caracteres del momento actual, como la crisis económica, la crisis política o la emergencia nacionalista, poseen estrechos vínculos con ellos.
La presencia de la globalización hace que las dos restantes alcancen un eco mucho mayor del que les pertenecería si se tratara de un marco meramente local o nacional. El inusitado poder de los medios de comunicación, especialmente de internet, de las redes sociales y de la televisión, le han otorgado un alcance extraordinario.
Ideología de género y relativismo conforman el sustrato de nuestra cultura en las últimas décadas, e inciden en los graves problemas que hoy nos afligen, y, en parte, en la debilidad de Europa. Actúan como disolventes de vínculos fundamentales y, en particular, de las bases cristianas de la sociedad occidental y del concepto mismo de lo humano.
Partiendo de grupos muy minoritarios, ambas corrientes han logrado alzarse, aprovechando el vacío moral, gracias a su organización, determinación y beligerancia, así como al apoyo institucional y de los medios, hasta imponer una auténtica dictadura de pensamiento en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Han nacido con pretensiones de ingeniería social para conformarla a su imagen y semejanza, proyectándose sobre ámbitos esenciales, como son la naturaleza del ser humano, la relación hombre-mujer, la familia, el matrimonio, los hijos, o sobre las bases morales que sirven de orientación e integración a los miembros de una sociedad.
Frente a esta deriva, pocas disidencias más importantes, pocas luchas más denodadas en defensa de la ley natural y de la dignidad de la vida humana que las del cristianismo y, a pesar de sus limitaciones, de la Iglesia. No viene de los partidos, sean estos de derecha o de izquierda, la disidencia frente a dicha dictadura, sino de la propia religión y, en particular, de una de las instituciones fundamentales en que toma cuerpo. Y esto es así, porque sólo ellos son capaces de presentar una verdadera concepción del hombre alternativa a la que se pretende imponer. Movimientos con un claro componente ecologista y antisistema están fuertemente contaminados a este respecto por ambas corrientes, aunque se presenten también como valedores de una cultura alternativa.
Todo esto, unido al previo calentamiento de la opinión en las anteriores décadas, explica la saña y, en algunos casos, la persecución crecientes con que se emplean los grupos que sostienen esta cultura emergente y sus albaceas. Sólo así se explica también la caza de brujas suscitada sucesivamente, entre otros, contra el parlamentario italiano Buttiglione, el primer ministro húngaro Viktor Orban y su constitución de inspiración cristiana o, entre nosotros, el juez Ferrín Calamita.
Les esperan, pues, tiempos difíciles a los cristianos en los próximos años, de difícil convivencia con una legislación que puede arrinconarlos y una ideología que ha calado a través de los medios en una previamente abonada población civil. Será preciso que, frente a ello, sean capaces de defender su derecho, en una sociedad democrática, a tener su propia voz y a obrar de acuerdo con su conciencia, sin ser tildados por ello de machismo, homofobia o fundamentalismo, por citar sólo algunas de los epítetos más frecuentes que se les suelen aplicar.
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