Rafael Padilla, publicado en el Diario de Cádiz el 27.01.2013
EN tiempos de crisis, el debate sobre el coste y la utilidad de las televisiones autonómicas, en la medida en que los gastos comunes que se realicen en ellas deben resultar coherentes con los esfuerzos solicitados en otros muchos ámbitos de importancia objetivamente mayor, alcanza una dimensión nueva. Según nos informan, para el conjunto de las existentes en nuestro país, esa cifra, referida sólo a las aportaciones públicas, rondará los 951 millones de euros en 2013, unos raquíticos 50 menos que el pasado año. Insignificante recorte parece en el océano de los 8.000 millones de ajuste que el Gobierno urge de las comunidades autónomas.
No voy a entrar a discutir el argumentario clásico de sus defensores. Que sean garantía de pluralidad, refuercen la cohesión social, el sentimiento identitario o la pertenencia territorial y lideren sus respectivas industrias audiovisuales son, para los que huyen de una demagogia simplona, razones apreciables. A su vez, tampoco repararé en la artillería de sus oponentes: la irracionalidad de sus plantillas, su proverbial sumisión política, la inmensa deuda que las ahoga o el pesebre calentito en el que en demasiadas ocasiones acaban convirtiéndose son, por desgracia, reproches igualmente valorables.
No es el modelo, ni sus méritos o abusos, lo que hoy me ocupa. Se trata, y esto es lo básico, de dilucidar si, en las circunstancias presentes, han de constituir una prioridad respecto de otros servicios públicos, esto es, si pueden seguir suponiendo un sector prácticamente inmune para el poder de turno, a cuyo alrededor otros, esenciales, se desmoronan. Y miren, por ahí sí que no paso. No puedo entender que, frente a sacrificios sangrantes en sanidad, educación o dependencia, la televisión se alce como la niña bonita y mimada a la que no se incomoda.
El hecho de que en ciertas autonomías -Andalucía, por ejemplo- aumente el presupuesto público destinado a esta concreta herramienta, desconcierta al administrado, ofende sus penurias y revela la peculiar sensibilidad de sus inconmovibles líderes. Ellos sabrán si les renta, y cómo, este carísimo y repetitivo loro que se ventila en chocolate lo que falta en salud, en formación o en solidaridad para con los más débiles. Si gobernar es elegir, retrata y desanima que haya quien, en estos momentos cruciales, opte por sus propios intereses e ignore sin rubor los que verdaderamente están en juego.
No voy a entrar a discutir el argumentario clásico de sus defensores. Que sean garantía de pluralidad, refuercen la cohesión social, el sentimiento identitario o la pertenencia territorial y lideren sus respectivas industrias audiovisuales son, para los que huyen de una demagogia simplona, razones apreciables. A su vez, tampoco repararé en la artillería de sus oponentes: la irracionalidad de sus plantillas, su proverbial sumisión política, la inmensa deuda que las ahoga o el pesebre calentito en el que en demasiadas ocasiones acaban convirtiéndose son, por desgracia, reproches igualmente valorables.
No es el modelo, ni sus méritos o abusos, lo que hoy me ocupa. Se trata, y esto es lo básico, de dilucidar si, en las circunstancias presentes, han de constituir una prioridad respecto de otros servicios públicos, esto es, si pueden seguir suponiendo un sector prácticamente inmune para el poder de turno, a cuyo alrededor otros, esenciales, se desmoronan. Y miren, por ahí sí que no paso. No puedo entender que, frente a sacrificios sangrantes en sanidad, educación o dependencia, la televisión se alce como la niña bonita y mimada a la que no se incomoda.
El hecho de que en ciertas autonomías -Andalucía, por ejemplo- aumente el presupuesto público destinado a esta concreta herramienta, desconcierta al administrado, ofende sus penurias y revela la peculiar sensibilidad de sus inconmovibles líderes. Ellos sabrán si les renta, y cómo, este carísimo y repetitivo loro que se ventila en chocolate lo que falta en salud, en formación o en solidaridad para con los más débiles. Si gobernar es elegir, retrata y desanima que haya quien, en estos momentos cruciales, opte por sus propios intereses e ignore sin rubor los que verdaderamente están en juego.
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