Por Carlos Sánchez
Publicado en EL Confidencial (03/10/2011)
Merece la pena recordarlo. Pero fue el historiador económico Van Klaveren quien situó el concepto de “administración honesta” sólo a partir de la revolución francesa. Durante el antiguo régimen, la corrupción y el fraude eran asunto cotidiano que convivía con los gobernantes. Pero a partir del estado moderno surgido de la Ilustración, son los propios gobiernos quienes tienen especial interés en acabar con el fraude. Por supuesto que en defensa propia. Los estados necesitaban dinero para financiar tanto sus guerras como un aparato administrativo y burocrático con tendencia natural a engordar, como demostró la llamada ley de Wagner.
El economista alemán observó que el tamaño del Gobierno tiende a crecer a medida que prospera el nivel de vida de los habitantes, lo que en principio puede parecer una contradicción. Se supone que los ciudadanos de un país ‘rico’ tenderán a depender menos del Estado que los habitantes de una nación en vías de desarrollo. No es así. Wagner lo vinculó a una constatación. Al hacerse las sociedades más complejas, las necesidades de gasto público son mayores. Y, por lo tanto, hay que aumentar el tamaño del Estado. En países muy pobres, por el contrario, no hay demanda de bienes públicos simplemente porque falta casi todo.
El caso español es, en este sentido, paradigmático. En 1975, la renta per cápita en términos de paridad de poder compra representaba el 75,7% de la media de la eurozona, mientras que el gasto público apenas alcanzaba el 25% del PIB. Treinta y cinco años después, la renta per cápita supone el 101% de la media europea, pero el nivel de gasto público también ha subido de forma intensa: el 45% del producto interior bruto el año pasado. Parece evidente la relación entre gasto público y riqueza relativa, al menos en Europa. Aunque lógicamente con límites. La atrofia del estado aparece cuando no es financiable, que es lo que ocurre actualmente en España.
No es, desde luego, ninguna novedad. Lo mismo sucedió en Europa en los 80 y lo 90, pero ingleses, suecos y alemanes supieron hacer las reformas necesarias. No para desmontar el Estado de bienestar, sino para garantizarlo sobre bases más solventes. Hoy el gasto público representa alrededor del 50% del PIB en la media de la eurozona, cinco puntos más que en España. Pero mientras que los ingresos suponen el 44% del producto, en España alcanza un ridículo 35%, lo que explica negro sobre blanco que el actual tamaño del estado sea simplemente insostenible.
Claro está, salvo que el sector público encuentre 50.000 millones de euros debajo de las piedras. Y no sólo una vez, sino de manera recurrente. El aumento del gasto público, en todo caso, explica la avidez del Estado a la hora de recaudar.
Como ha puesto de manifiesto la profesora Cárceles de Gea*, a partir de esa necesidad real de recaudar fondos públicos, el fraude comenzó a ser considerado delito, toda vez que atentaba “contra los intereses de la Corona”. El delito, sin embargo, tenía un fuerte componente económico, pero no de carácter moral o ético, por lo que el fraude históricamente siempre se ha asociado a comportamientos de índole pecuniario. Sólo delinque quien defrauda dinero, pero no quien con el engaño o la mentira favorece el deterioro de la cosa pública y degrada la actividad privada.
Y así es como el mundo se ha rodeado de mentiras cada vez más gordas que, como no puede ser de otra manera, pasan inadvertidas para el código penal, agujereado hasta límites insoportables. El desprecio por la honestidad intelectual, la incompetencia burocrática, el nepotismo, la patrimonialización de la función pública, la corrupción de las ideas, la demagogia política en periodo electoral (y fuera de él) se han apoderado de la vida pública, y nada indica un cambio de tendencia.
Una enfermedad de la política
La corrupción, en su sentido más amplio y no meramente de raíz económica, se ha convertido de esta manera en una patología política basada en el abuso del poder, en la violación sistemática del espíritu del sistema jurídico y en la ausencia de instrumentos de control, como bien ha puesto de relieve la Gran Recesión iniciada en 2008.
No ha fallado la economía, ha fallado la política. Y hasta el propio Fondo Monetario Internacional reconoce en su último informe de estabilidad financiera que la crisis actual es política. Ya ni siquiera económica.
Ocurre, sin embargo, que el sistema político se ha emponzoñado con mentiras. Algunas de mucha enjundia. Como la que ha denunciado recientemente el economista Martin Feldstein, quien ha recordado lo obvio. Los bancos alemanes y franceses están fuertemente expuestos a la deuda del gobierno griego. Y, por lo tanto, retrasar la suspensión de pagos sólo implica ganar tiempo para que las instituciones financieras francesas y alemanas aumenten su capital, reduzcan su exposición a los bancos griegos mediante la no renovación del crédito a su vencimiento, y vendan los bonos griegos al Banco Central Europeo. Es decir, en última instancia una socialización de las pérdidas.
Feldstein, uno de los economistas más influyentes del mundo, apunta una segunda razón. Lo que realmente temen franceses y alemanes es que una suspensión de pagos precipitada prenda en otros países, principalmente España e Italia. El problema no son los países periféricos, sino los bancos que de manera irresponsable han prestado dinero a gobiernos manirrotos, y que sin duda merecen el castigo y hasta el ostracismo por parte de la opinión pública.
Otras mentiras son aparentemente de menor enjundia; pero, sin embargo, abren en canal la credibilidad del sistema. Por ejemplo, la pantomima que ha hecho el Banco de España con la reforma de las cajas de ahorros. Durante años ha negado lo evidente, que un número de entidades financieras están quebradas, pero en aras de mantener una realidad virtual sobre la imagen del sistema financiero, ha sacrificado el crédito de las familias y las empresas sólo para mantener un decorado de cartón piedra.
Si el sistema financiero no es capaz de dar crédito -y de manera un tanto impúdica lo ha reconocido el Santander en Londres-, es que no cumple su función económica. Y, por lo tanto social. El hecho de que el Estado se quede con el crédito privado (efecto crowding out) y hasta pida prestado a la banca, como ha publicado en este periódico Eduardo Segovia, para mantener vivas unas cajas de ahorros que están muertas, no es más que el reflejo de una deshonestidad moral e intelectual sin paragón que expulsa a los gobernantes del paraíso de la razón. Sin duda que el gobernador Fernández Ordóñez irá al infierno de las ideas.
El crédito es la arteria por la que circula el sistema económico, y mientras éste no fluya, el país no saldrá adelante. Y sólo hay un camino, pinchar lo que queda de burbuja y provocar una reevaluación de los activos, principalmente inmobiliarios.
Bancos y crédito hipotecario
Es curioso que la banca argumente que no hay crédito porque no hay demanda solvente (por el desempleo); pero oculta, precisamente, que la tasa de morosidad más baja (apenas el 2%) tiene que ver con el crédito hipotecario, lo que desmonta esa teoría. Como les gusta decir a los banqueros cuando las cosas van bien, lo último que dejan de pagar los propietarios es la casa. No se da dinero simplemente porque es más rentable colocarlo en deuda pública, aunque ello conlleve poner al sector al pie de los caballos por una caída de precios que devora los balances. La alianza entre poder económico y banqueros es, en este sentido, de aurora boreal.
Mentiras, muchas mentiras aventadas, en todo caso, por la existencia de un sistema político atrofiado y endogámico cuya única aportación a la teoría del pensamiento es el célebre ‘y tú más...’. Como se sabe, un fino análisis de la realidad. El espectáculo de los recortes es digno de pasar a la borgiana historia universal de la infamia.
*Beatriz Cárceles de Gea. Fraude y Administración Fiscal en Castilla. Estudios de Historia Económica. Banco de España.
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