Manuel de la Hera, 7 de Octubre de 2013
Ese hombre, uno cualquiera, se levanta temprano, cuando en estas fechas de Octubre el sol todavía no ha asomado por el horizonte y se queda pensativo mientras contempla la belleza de la amanecida. Tiene cosas que hacer pero es sumamente atractiva esa tenue oscuridad del cielo que, poco a poco, se va transformando en suave claridad que va permitiendo reconocer los contornos del paisaje de siempre, el que viene contemplando ese hombre desde muchos años atrás. Paisaje ese que no tiene nada que ver con el de su niñez, el cuajado de arenales llanos con algún montículo de escasa elevación en el que. cada día, un hombre de religión musulmana hacía oración, bien cubierto con su chilaba. Recuerda, cada día, a ese hombre que le es desconocido y tiene hacia él un recuerdo afectuoso; le enseñó que para la oración es necesario el recogimiento.
Y así. recogido su pensamiento en quienes ya presentaron, para siempre. su alma a Dios, nuestro hombre camina en silencio por los pasillos de su casa para ir abriendo ventanas y contemplar otro horizonte distinto del anterior. Ya el sol está apuntando en el horizonte y muestra un paisaje cuajado de grúas y de instalaciones para la construcción y reparación de buques así como un puente metálico en construcción sobre la bahía. Es una visión del presente y del futuro de la ciudad y vienen a la mente, y al corazón de nuestro hombre, aquellos años de febril actividad con barcos, simultáneamente, en las gradas, en los muelles de armamento y fondeados en la bahía para realizar sus pruebas finales. Ese recuerdo se mantiene vivo en su mente y en su corazón: es un recuerdo de felicidad y de amor al trabajo bien hecho.
Casi una hora después es momento de salir a la calle para comprar el periódico y el pan para el consumo del día. Es una costumbre que se inició cuando era todavía un niño y la mantiene porque quiere seguir sintiéndose niño en esta época en la que hay cierta prisa por querer tener apariencia y consideración de mayor, aunque no se tenga experiencia de lo primero ni méritos de lo segundo. Nuestro hombre lo sabe y le apena esa falsa apariencia y apetencia y en ello se centra una gran dosis de temor para la sociedad, a la que siempre sirvió con atención y cree que ha de seguir siendo así: pensar menos en uno mismo y más en los demás, en el conjunto de la sociedad para que en ella no fructifique el desamor y la violencia sino la serenidad de la paz. Está triste por ello nuestro hombre, pero sabe que debe reaccionar.
A la caída de la tarde, cuando ya aparecían las primeras sombras del anochecer, nuestro hombre salió a dar un pequeño paseo y finalizarlo en la visita a la Iglesia para hacer lo que aquél musulmán, orar sólo y en silencio, en ese pequeño montículo que, de alguna forma. lo aislaba de cualquier distracción. Orar, nuestro hombre, por todo cuanto en el alma existe como una llama viva, alimentada de amor y de dolor. Orar por la gente - mucha - que sufre por una o más causas, especialmente porque no acaban de encontrar la razón de ser, la razón de formar parte de una sociedad que parece que los ignora, que no quiere saber nada de ellos. En el silencio de la Capilla del Sagrario, de esa Iglesia que visitaba nuestro hombre, llevó toda la pena que había en su alma por las personas a las que amó y por las que ama porque sufren.
Ya de regreso en su casa, nuestro hombre atendió a lo que tenía pendiente de hacer en ese día, mientras pensaba y soñaba. Este soñar era como una carta en la que le invitaban a llevar a cabo lo que su alma le decía. Así repasaba lo hecho y lo dejado de hacer: el cariño hacia alguien enfermo y esas cartas sin leer porque piensa que son propaganda inútil. Tal vez se equivoque y en lugar de propaganda sea una petición de ayuda para alguien que sufre. No las dejes sin abrir se dice a sí mismo y al hombre - nuestro hombre - se le fue una lágrima que llegaba desde su corazón.
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