Por JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
Es una lástima que muchos de los conciudadanos que pasan por personas inteligentes y bien formadas no caigan en la cuenta de que las afirmaciones y las denuncias, por muchos fundamentos reales o aparentes en los que se apoyen, pierden su fuerza persuasiva debido al tono con el que se expresan y al soporte en el que se transcriben. Me refiero a quienes no advienen que una verdad, pronunciada con un retinan sarcástico, exagerada, descontextualizada o, incluso, reproducida en un panfleto insultante, se convierte en una infamia, en un arma destructora que, además de hacer daño, desacredita a quien la emplea. Es lamentable la manera tan generalizada con la que, entre los ambientes políticos, periodísticos y, a veces, universitarios, ha cundido la convicción de que, para obtener determinados beneficios, es legitimo, mediante una verborrea mediocre, herir a los adversarios, hacerlos sangrar y cubrirlos con una serie de insultos recogidos en los más fétidos estercoleros de la maledicencia. En la actualidad, debido al anonimato y a la impunidad que proporcionan los medios de comunicación y, sobre todo, Internet, se está extendiendo de forma incontrolada el hábito de insultar, de desacreditar y de difamar a las personas o a las instituciones, cuando éstas no responden a sus intereses. Lo peor, a mi juicio, es esa teoría tan generalizada según la cual es legitimo deshonrar, denigrar e infamar a los rivales siempre que se haga para obtener supuestos beneficios.
Desde las Siete Partidas medievales, el Derecho ha considerado que la infamia es uno de los crímenes más horrendos porque «quitar la fama a una persona equivale a arrancarle de la vida profesional y social». Es una pena que no advirtamos que estos hábitos tan extendidos en nuestra sociedad española nos están arruinando la convivencia y que, al quitamos el aire que necesitamos para respirar, nos pueden producir la muerte por asfixia.
Echamos de menos los comentarios periodísticos que destaquen la parte más noble de los seres humanos. Necesitamos que, incluso en medio de esta crisis económica, social y ética, nos dirijan la palabra esos seres estimulantes que, movidos por el afán de proporcionarnos bienestar, nos animen a seguir adelante y nos transmitan un fluido positivo contra cualquier clase de maledicencia
Estamos cansados de esos redentores que hurgan de manera permanente empujados por intereses personales o, quizás, por el placer masoquista de hacer daño.
Es una lástima que muchos de los conciudadanos que pasan por personas inteligentes y bien formadas no caigan en la cuenta de que las afirmaciones y las denuncias, por muchos fundamentos reales o aparentes en los que se apoyen, pierden su fuerza persuasiva debido al tono con el que se expresan y al soporte en el que se transcriben. Me refiero a quienes no advienen que una verdad, pronunciada con un retinan sarcástico, exagerada, descontextualizada o, incluso, reproducida en un panfleto insultante, se convierte en una infamia, en un arma destructora que, además de hacer daño, desacredita a quien la emplea. Es lamentable la manera tan generalizada con la que, entre los ambientes políticos, periodísticos y, a veces, universitarios, ha cundido la convicción de que, para obtener determinados beneficios, es legitimo, mediante una verborrea mediocre, herir a los adversarios, hacerlos sangrar y cubrirlos con una serie de insultos recogidos en los más fétidos estercoleros de la maledicencia. En la actualidad, debido al anonimato y a la impunidad que proporcionan los medios de comunicación y, sobre todo, Internet, se está extendiendo de forma incontrolada el hábito de insultar, de desacreditar y de difamar a las personas o a las instituciones, cuando éstas no responden a sus intereses. Lo peor, a mi juicio, es esa teoría tan generalizada según la cual es legitimo deshonrar, denigrar e infamar a los rivales siempre que se haga para obtener supuestos beneficios.
Desde las Siete Partidas medievales, el Derecho ha considerado que la infamia es uno de los crímenes más horrendos porque «quitar la fama a una persona equivale a arrancarle de la vida profesional y social». Es una pena que no advirtamos que estos hábitos tan extendidos en nuestra sociedad española nos están arruinando la convivencia y que, al quitamos el aire que necesitamos para respirar, nos pueden producir la muerte por asfixia.
Echamos de menos los comentarios periodísticos que destaquen la parte más noble de los seres humanos. Necesitamos que, incluso en medio de esta crisis económica, social y ética, nos dirijan la palabra esos seres estimulantes que, movidos por el afán de proporcionarnos bienestar, nos animen a seguir adelante y nos transmitan un fluido positivo contra cualquier clase de maledicencia
Estamos cansados de esos redentores que hurgan de manera permanente empujados por intereses personales o, quizás, por el placer masoquista de hacer daño.
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