Este cuadro de Zurbarán, "Defensa de Cádiz", ilustra perfectamente el objetivo y prioridad de nuestra asociación.

sábado, 6 de octubre de 2012

LA HORA DE HISPANIA

(Ignacio F. Garmendia en el Diario de Cádiz, el viernes 05.10.2012)

 

LA deslealtad de buena parte de la burguesía catalana ha batido en estos días todos los récords, en algunos casos difíciles de superar, respecto del Estado que le da acogida. Es una querella antigua, como sabemos, pero muchos pensamos que la fatiga de la que habla ese insospechado líder, más bien mediocre y desde luego oportunista, del nacionalismo catalán, es mucho mayor en el resto de España que en la propia Cataluña, donde sin duda tienen sus razones que habrá que interpretar -en eso estamos de acuerdo- a la luz de la voluntad mayoritaria.

Podríamos hablar de la dictadura franquista, de la Guerra Civil, de la industrialización del XIX o de los derechos abolidos por el duque de Anjou, pero ninguno de estos episodios arrojaría luz sobre el hecho irrefutable de que las actuales reivindicaciones -no sólo inoportunas, sino fatales para un país que atraviesa la crisis más acusada de las últimas décadas- responden a una peligrosa o explosiva mezcla de aventurerismo político, irresponsabilidad financiera y autocomplacencia victimista. Habrá que escuchar a la parte no pequeña de la población de allí que no desea en absoluto reemprender el camino en solitario, pero, entre tanto, acaso haya llegado la hora de que los ciudadanos se planteen si les interesa seguir desperdiciando energías en sostener la pertenencia de la marca catalana al proyecto común de España.

En esta hora grave -aventura por aventura, en la más entrañable tradición arbitrista- querría dejar constancia de una modesta proposición para articular de una vez, sin seguir abducidos por los rencores, los agravios y los complejos, la estructura del Estado en los años venideros. La cuestión del País Vasco, a mi juicio, es distinta, porque en el caso de aquellas tierras sí nos referimos a uno de los núcleos fundacionales de la vieja España. Los fantasiosos partidarios de las esencias podrían hablar incluso de solar originario o más bien de fósil viviente de la primitiva población de la península, pero de cualquier modo -porque los debates identitarios no conducen a ninguna parte- tampoco deberíamos perder el tiempo en garantizar la adscripción de las provincias vascas al marco otorgado por la Constitución del 78, si la mayoría de los ciudadanos que residen en ellas decidiera un día ir por libre. Son célebres las palabras de Olivares a propósito de las revueltas de 1640, cuando afirmó que tal vez habría sido preferible conservar Portugal en lugar de Cataluña. La boutade del desastroso valido fue recordada por Peces-Barba en un congreso de abogados celebrado en Cádiz, para escándalo de los aficionados a la quema de banderas y demás pasatiempos injuriosos, siempre tan susceptibles con sus cosas. El difunto Peces, por otra parte, que en la misma ocasión habló en tono jocoso e intolerable de bombas sobre Barcelona, no destacaba por su sentido del humor, como tampoco los nacionalistas de cualquier signo, pero a estas alturas de la película hay que olvidarse para siempre de las batallas y fijar un marco estable de convivencia que no sea objeto de discusión permanente.

¿Por qué no, llevados del mero pragmatismo y aprovechando los lazos seculares entre ambos pueblos, volver la mirada hacia nuestros vecinos de Portugal? La unidad geográfica de la península que los romanos llamaron Hispania tomó forma política en los tiempos del rey Felipe, dejó su impronta en los versos inmortales de Camoens y ha alimentado los sueños expansionistas de generaciones de españoles. Pero en esta ocasión no se trataría de dominadores y dominados, sino de una confederación de ciudadanos libres que excluyera la pugna por la hegemonía, de una fusión de intereses encaminada al bien común, de un pacto entre hermanos con la vista puesta en la Unión Europea, por supuesto, pero también en el otro lado del océano.

Incluso prescindiendo de los puertos del antiguo reino de Aragón, disponemos de ciudades milenarias que miran al Mediterráneo y bastan para mantener los vínculos con los pueblos de la cuenca donde nacieron la civilización que alumbró la idea de Europa y los fundamentos de un modo de vida del que seguimos siendo herederos. Pero la España atlántica, aunque menos próspera, aporta mucho en términos de historia, cultura y territorio. Si el nombre de Hispania despertara reticencias, tenemos a mano otro aún más antiguo y no menos hermoso, Iberia. El viejo nuevo Estado, que podría ser república o monarquía, dado que la encarnación de la máxima magistratura es siempre un asunto irrelevante, tendría doble capitalidad en Madrid y Lisboa, seguiría siendo plurilingüe y ampliaría de modo considerable su población, su patrimonio cultural y sus fronteras. Seríamos más pobres, pero acaso más felices.

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