Por Juan Carlos Escudier
Publicado en El Confidencial (16/07/2011)
Con cada nuevo espasmo de la crisis de la deuda se generaliza la impresión de que el euro no es exactamente el primo de Zumosol que iba a protegernos de esos especuladores disfrazados de matón de instituto, sino alguien bastante más enclenque del que, llegado el caso, conviene distanciarse. En los últimos tiempos no han faltado los análisis que sugieren que lo mejor para Grecia e, incluso, para España, sería salir de la moneda única, una posibilidad tan inaudita que ni siquiera está contemplada en los textos comunitarios. De acuerdo al Tratado de Lisboa un Estado miembro puede abandonar la Unión Europea, lo que a su vez le permitiría desligarse del euro. Para lo que no hay cauce previsto es para divorciarse del euro y permanecer en las instituciones europeas, lo que muestra hasta qué punto el camino de la unión monetaria se creía irreversible.
Lo que esta avivando las dudas sobre el euro no es tanto la difícil situación de algunos países sino la indefinición de su principal socio, Alemania, del que ahora mismo nadie tiene claro a qué juega exactamente. Berlín dejó a Grecia cocerse durante meses en su propio jugo antes de impulsar el primer paquete de rescate -cuyos principales beneficiarios eran los propios bancos alemanes- y constituir a continuación del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF), con el que se abordó la intervención de Irlanda. Erráticamente, un día su ministro de Economía, Wolfgang Schäuble, puede amenazar con expulsar de la Unión a los países que no acepten su disciplina fiscal; al otro, es la propia Merkel la que se reafirma en no abandonar a su suerte a nadie en Europa; pero, al siguiente, la canciller es capaz de dejar que se pudra el acuerdo para rescatar por segunda vez a Atenas, con gravísimas consecuencias para Italia y España, mientras viaja por África para vender barcos de guerra a Angola. Con doña Angela no sabe uno a qué carta quedarse.
La pregunta que algunos han comenzado a hacerse es si el compromiso alemán con el euro es sólido o si maneja un plan B con resurrección del marco incluida. Dando por cierta una información de The Guardian, según la cual en octubre de 2010 Merkel habría amenazado en un cumbre de la UE en Bruselas con sacar a Alemania del euro si no se aceptaba su plan de incluir a los inversores privados en los futuros planes de rescate, la hipótesis no es tan descabellada.
De hecho, ya hay quien se ha ocupado de aventurar las consecuencias de un abandono alemán de euro. La primera sería una apreciación formidable del marco respecto al resto de monedas, incluida el euro si este siguiera existiendo. Como aventura Marshall Auerbach, consejero del instituto Roosevelt, lo probable sería que Berlín tuviera que rescatar a sus propios bancos, cuyos títulos en euros o en las viejas monedas sólo serían fracciones de su anterior valor. Un marco tan poderoso afectaría a su industria exportadora, y obligaría a Alemania a incurrir en un elevado déficit presupuestario, que es de lo que acusa ahora a los países periféricos. Entre tanto, añade Auerbach, el resto de países daría un gran salto de competitividad y la inestabilidad resultante podría combatirse con el respaldo del BCE a la deuda soberana del toda la Eurozona. La conclusión de estas cábalas es que, puestos a salvar a un euro en peligro, la mejor opción es que lo abandonara su miembro más poderoso.
A la vista del anterior resulta más incompresible si cabe la indolencia alemana en la crisis de la deuda ya que la estrategia de reducir ahora la carga que Berlín, como primera potencia europea, ha de soportar para sostener al euro puede resultarle finalmente mucho más cara. Merkel cree que tiene la sartén por el mango y no cuenta con el aceite hirviendo le pueda saltar a la cara. En otras palabras, Alemania puede tratar de imponer una disciplina fiscal severa los países de la periferia que incluya grandes sacrificios sociales y una inevitable y prolongada recesión, pero bastaría con la amenaza de una suspensión de pagos de uno de estos países, tal es el caso de Grecia, para que la propia Alemania se viera envuelta en gravísimas dificultades.
Las reformas realizadas hasta ahora han sido timoratas, pensadas exclusivamente en clave interna alemana, cuya opinión pública sigue convencida de que es quien paga la fiesta que otros nos pegamos. Hasta la prevención de que al menos hasta 2013, cuando entre en vigor el Mecanismo Europeo de Estabilidad –que sustituirá al FEEF-, no se permitan reestructuraciones de deuda con quitas para los tenedores de bonos privados, está pensada para dar tiempo a proteger a los bancos germanos de las eventuales pérdidas.
Así es muy difícil avanzar en la solución del problema que no habría llegado a los límites actuales si, por ejemplo, se hubiera dotado al fondo europeo de rescate de más recursos o de la posibilidad de comprar deuda soberana, algo que aliviaría la carga financiera de los países emisores en dificultades. Es insólito que siga sin articularse el mecanismo que permita la creación de un Tesoro europeo que pueda emitir eurobonos, lo que acabaría con la espiral de las primas de riesgo al estar garantizados por la UE en su conjunto, o que en circunstancias excepcionales como las actuales ni siquiera se haya planteado aumentar el presupuesto comunitario para transferir recursos que relancen las economías más débiles.
Alemania no puede eludir sus responsabilidades. Las tuvo, incluso, en nuestra burbuja inmobiliaria, porque si aquí se tenía acceso a dinero barato era porque el BCE trataba de insuflar oxígeno a la entonces maltrecha economía alemana. ¿Acaso el ahorro alemán no se empleó en comprar casas en las costas españolas? Para ser la locomotora de Europa no basta con estar delante; es preciso tirar de todos los vagones.
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