Por Carlos Sánchez, publicado en El Confidencial (15/12/2010)
¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?¿Hasta cuándo esta locura tuya seguirá riéndose de nosotros?¿Cuándo acabará esta desenfrenada audacia tuya? Cicerón
Probablemente, una de las órdenes ministeriales más ominosas de la historia de España -y ha habido muchas- fue la aprobada el 3 de febrero de 1939 por el entonces Ministerio de Educación Nacional. La norma vio la luz pocos meses antes de acabar la guerra, y significó la separación de sus cátedras de figuras tan eminentes como Jiménez de Asúa, Fernando de los Ríos, el científico Blas Cabrera o el filósofo José Gaos. La citada orden de depuración de los intelectuales y catedráticos que apoyaron la República justificaba la decisión con un argumento deplorable.
"La evidencia de sus conductas perniciosas para el país", sostenía, "hace totalmente inútiles las garantías procesales que, en otro caso, constituyen la condición fundamental en todo enjuiciamiento". Pocas veces se ha cometido un atropello similar. Los mejores intelectuales fueron forzados a exiliarse y el país quedó en la más absoluta mediocridad. Al menos, la Dictadura tuvo el descaro de reconocer que el Estado de derecho le importaba un bledo. El fin -el asalto a la legalidad republicana- justificaba los medios.
Por supuesto que la decisión del Consejo de Ministros de prorrogar el estado constitucional de alarma hasta el próximo 15 de enero no tiene la transcendencia de la diáspora de los intelectuales españoles. Pero es curioso que una vez más se retuerzan las leyes para conseguir objetivos que el Estado de derecho no contempla. En este caso, mediante la instrumentalización del estado de alarma para obligar a negociar a los controladores y garantizar que manu militari el espacio aéreo español funcione con normalidad hasta pasadas las navidades.
El Gobierno -y los partidos que le respaldarán en el Congreso- convierten de esta manera una situación excepcional -como es la declaración del estado de alarma- en un mero instrumento de acción política, lo cual no va sólo contra el sentido común, sino contra el principio constitucional que confiere al estado de alarma un carácter no político. Como han señalado algunos constitucionalistas, el estado de alarma se configura como una decisión políticamente neutra. Y de hecho, la ley ni siquiera prevé la limitación, y mucho menos la suspensión, de los derechos de huelga o de conflicto colectivo, por cuanto pueden estar precisamente en el origen de la propia declaración de alarma.
Se trata de un absurdo jurídico difícil de igualar y que viene a ser una especie de fraude de ley del estado de alarma. Máxime cuando su declaración sitúa algunos derechos básicos de los controladores (que también los tienen aunque ganen mucho dinero) en tierra de nadie.
El Gobierno, sin embargo, ha decidido utilizarlo no para defender a los ciudadanos de una situación sobrevenida -y por pura coherencia no previsible-, como fue el hecho de que de manera irresponsable y delictiva los controladores abandonaran su puesto de trabajo en la tarde del pasado día 3. Por el contrario, la utiliza ahora de forma profusa (mes y medio en total) con un argumento nulo en términos jurídicos, y hasta soez en términos intelectuales: la mera sospecha (de una de las partes implicadas en el conflicto-no de un juez o de un árbitro-) de que los controladores pueden paralizar el país. Dando por sentado que la huelga de los controladores necesariamente tendría que ser salvaje. Es decir, sin respetar los plazos y procedimientos que exige la norma del 77.
Un fraude ley.
Se trata, como se ve, de un absurdo jurídico difícil de igualar y que viene a ser una especie de fraude de ley del estado de alarma. Máxime cuando su declaración sitúa algunos derechos básicos de los controladores (que también los tienen aunque ganen mucho dinero) en tierra de nadie. Se desprecia, de esta manera, textos esenciales como la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, que establecen sin fisuras que los trabajadores y los empresarios tienen derecho a negociar y celebrar convenios colectivos, en los niveles adecuados, y a emprender, en caso de conflicto de intereses, acciones colectivas para la defensa de sus intereses, incluida la huelga.
Ni que decir tiene que la prórroga del estado de alarma impide en la práctica -aunque no formalmente- ejercer esos derechos, lo cual supone un evidente menoscabo. En este caso no se trata de una simple sospecha. La realidad ha demostrado que desde que el pasado 4 de diciembre el Gobierno decretó el estado de alarma, los controladores no han podido ejercer un derecho esencial como es el de negociar sus relaciones laborales. Simplemente porque los responsable de AENA y de Fomento no ha querido (lo han dicho en público).
No se trata de una hipótesis. Está fuera de toda duda que el Gobierno tampoco ha explorado hasta el momento la vía del arbitraje obligatorio, que es el camino procesal más adecuado cuando en el conflicto social se sitúan dos posturas abiertamente enfrentadas y sin posibilidad de acuerdo. Como sucedió, precisamente, hace algunos años en el caso de los pilotos de Iberia, que tuvieron que aceptar un arbitraje obligatorio.
Estamos, por lo tanto, ante una mera estrategia política destinada a debilitar a los controladores, lo cual es razonablemente lícito. Otra cosa bien distinta es que se utilice el estado de alarma de forma torticera con ese fin. Socavando un poco más la calidad de nuestra democracia.
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