Por Jose Luis González Quirós
Publicado en El Confidencial (03/11/2011)
Enric Juliana ha escrito recientemente que lo que está en juego en las próximas elecciones es si el PSOE seguirá manteniendo el lugar privilegiado del que, hasta ahora, ha gozado en el sistema político de 1978. Las encuestas que se barajan estos días hablan de que el suelo electoral del PSOE está en el aire, y eso podría suponer una profunda modificación de su papel de partido dominante.
Si tal cosa sucediere, que está por ver, se abriría un panorama muy distinto al del bipartidismo imperfecto que ha dominado la política española desde las elecciones de 1977. Para evitar las conjeturas precipitadas, parece más interesante preguntarse por las causas de que tal cosa haya podido llegar a plantearse. Una primera respuesta sería la de índole económica. El PSOE habría labrado su ruina debido a la desastrosa gestión de la crisis que ha realizado el Gobierno de Rodríguez Zapatero, hipótesis a la que habría que añadir el matiz nada desdeñable de que los socialistas hayan debido reconocer, aunque tarde y con desgana, que sus supuestas soluciones de izquierda estaban siendo parte esencial del problema al aceptar las sugerencias neoliberales de reducción del gasto público y de ajustes sociales que le fueron impuestas al presidente por los poderes fácticos del mundo global, desde Obama a los chinos, pasando por la señora Merkel. Esta línea de conducta ha culminado con la constitucionalización del equilibrio presupuestario y ha dejado a las supuestas soluciones sociales de la izquierda en una posición francamente desairada.
No me parece que esta hipótesis económica tenga suficiente fuerza como para explicar por sí sola el descalabro socialista, si es que, en efecto, aconteciere tal cosa. Me parece que hay un análisis mejor de las causas de lo que podría ocurrir, una explicación más política que económica.
Para introducirla me referiré al excelente ensayo que ha publicado recientemente Óscar Alzaga sobre el abandono del consenso y el escaso acierto para escoger una combinación adecuada de discrepancia y consenso, que es la causa del enrarecido clima político que hemos padecido. La dinámica del enfrentamiento ha alcanzado con el zapaterismo unos extremos antes desconocidos, se puso en riesgo el pacto constitucional, se negaron las virtudes de la Transición, se pretendió expulsar al PP del campo de juego político, se pretendió que los españoles dedicasen más atención a un pasado escasamente ejemplar que a un futuro prometedor y exento de exclusiones y maniqueísmos. En estos años se ha dado la sensación de que no es que los rivales políticos no alcancen a entenderse, sino que les ha parecido más rentable políticamente no hacerlo. Ha ocurrido eso, además, cuando un clamor social demandaba precisamente lo contrario, políticas de Estado, como aquí suelen llamarse, pactos, las soluciones de largo alcance que parece requerir una crisis tan honda y larga como la que estamos padeciendo.
No creo que el clima de discordia sea responsabilidad exclusiva de los socialistas, pero me parece que buena parte del electorado, también del que indebidamente se considera como propio, así lo ha entendido. Esa percepción se ha agravado, además, con los intentos de llevar a cabo una política territorial que exacerbaba las diferencias y, ahora mismo, con el insensato propósito de convertir a los etarras, los peores enemigos de la democracia española, en unos buenos chicos deseosos de reconocer los esfuerzos de Zapatero por resolver su situación. Es esta deriva radical y revisionista de nuestra democracia lo que le habría hecho perder al PSOE el lugar central que hasta ahora había venido ocupando en las preferencias electorales de los españoles. Independientemente de cuáles sean los resultados del próximo 20 de noviembre, y la distribución de los escaños en la Cámara, el PSOE deberá revisar su posición en el mapa político si no quiere verse amenazado por una decadencia que, aunque pudiera ser lenta, sería, finalmente, irremisible.
Si la hipótesis que propongo fuese correcta, el interés de todos, y muy en especial del PSOE, debería ser que la nueva legislatura se desarrollase en un clima político muy distinto del que ha presidido la última década. El libro de Alzaga recuerda una hermosa frase de Salustio, “la concordia hace crecer las cosas pequeñas, la discordia arruina las grandes”, y apuesta porque sepamos recuperar el diálogo y la capacidad de consenso que necesita cualquier sociedad civilizada y deseosa de bienestar y progreso. La mayor responsabilidad estará entonces en manos de Rajoy, que hay que suponer no se dejará llevar por las tendencias más radicales de su grupo, pero también en quien resulte ser el líder del PSOE tras las elecciones.
La política española ha sido, tradicionalmente, bastante previsible, pero el mundo está cambiando de manera espectacular, y aunque los españoles seamos básicamente conservadores, puesto que somos un país muy viejo, pudieran empezar a pasar cosas antes nunca vistas.
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