Por Carlos Sánchez
Publicado en El Confidencial (22/04/2012)
Lo decía hace unos días de forma elocuente el profesor Viceira, catedrático de la Universidad de Harvard: “España se encuentra en la misma encrucijada que vivió el mundo en tiempos del patrón oro”. Y no le falta razón. Tras la Primera Guerra Mundial, los países devastados por la guerra necesitaban ingentes cantidades de dinero para financiar el coste del conflicto y la reconstrucción económica, pero el rígido corsé que significaba el patrón oro (el factor de estabilidad económica durante el último tercio del siglo XIX) lo impedía. Ningún país podía imprimir (al menos sobre el papel) más dinero del que podía garantizar con sus reservas de oro, y muchos economistas culpan a esta política monetaria restrictiva -tipos de cambios cuasi fijos- de ser el caldo de cultivo de la Gran Depresión. En Alemania, por el contrario, se optó por imprimir billetes en el periodo de entreguerras y ya se sabe lo que sucedió (hiperinflación, paro y subida de Hitler al poder). Otros economistas, sin embargo, niegan que la oferta monetaria fuera restrictiva en tiempos de la belle époque y acreditan que los bancos centrales hicieron caso omiso de sus compromisos cambiarios poniendo a trabajar con fuerza la máquina de hacer billetes. Cuando Churchill, como canciller del Tesoro, recuperó temporalmente el patrón oro en 1925 para frenar el empuje del dólar -revaluando la libra esterlina por encima de su tipo de cambio de equilibrio-, el daño estaba hecho. Fue entonces cuando Keynes lazó una frase antológica dirigida a Churchill: ¿Por qué hizo una cosa tan disparatada?* Lo que criticaba el economista de Cambridge era que una revaluación de la libra esterlina del 10% obligaba necesariamente a bajar los salarios nominales para ganar competitividad (¿les suena?) con las negativas consecuencias que tendría esa política para el consumo y el empleo. El patrón oro de antaño (enterrado por Nixon en 1971) es hoy el euro. La moneda única, como dijo el Premio Nobel Modigliani, protege a España de la lluvia torrencial, pero es al mismo tiempo es un paraguas de hierro demasiado pesado para un país poco competitivo. Y que cuenta, además, con serias deficiencias en cuanto a su arquitectura institucional (comunidades autónomas, independencia de los órganos reguladores o baja calidad del sistema democrático). España ni siquiera tiene una oficina presupuestaria destinada a evaluar con objetividad las políticas de gasto público. En EEUU, por ejemplo, la United States Congressional Budget Office, realiza proyecciones de ingresos y gastos a largo plazo a partir de un análisis basado en modelos, mientras que en el Reino Unido una oficina similar proyecta perspectivas presupuestarias para garantizar la sostenibilidad fiscal. En España, ya se sabe, primero se gasta, y luego las administraciones estudian cómo recaudar. Y así van las cosas.
¿Qué fue de los ‘florentinos’?
La metáfora de Modigliani es tan palmaria que sólo Alemania y los países de su entorno cultural y económico son capaces de soportar un tipo de cambio como el actual. El euro, pese a la crisis, todavía se sitúa en el entorno de 1,30 dólares. Sin duda un tipo de cambio demasiado exigente para una economía como la española que ha acumulado desde 1999 -año del lanzamiento del euro- importantes pérdidas de competitividad derivadas de un crecimiento de los costes salariales unitarios muy superiores a la media de la eurozona. Pero también por la existencia de un tejido industrial (basado en el ‘ladrillo’) escasamente productivo. Y con una clase empresarial manifiestamente mejorable, más preocupada por repartir dividendos y vivir de las migajas del Estado que por cultivar una verdadera una cultura del emprendimiento. ¿Dónde están ahora los florentinos que asombraban al mundo gracias a la inversión pública? Es algo más que evidente, sin embargo, que sólo el sector exterior podrá sacar a los países periféricos de la crisis, como por otra parte ha sido la tradición española desde 1959 vía devaluaciones. Pero para eso, es necesario que el euro se deprecie hasta la paridad con el dólar, algo que hoy por hoy no está al alcance de España. Y no lo está porque es justo lo contrario de que quiere Alemania, que teme como a un nublado un aumento de la inflación derivado del efecto que tendría en sus costes un encarecimiento automático de los productos energéticos y de sus importaciones. Una depreciación del euro en un 25% aumentaría de forma automática en esa misma proporción la factura del petróleo y sus derivados, y eso es demasiado para un país que ha hecho de la competitividad su razón de ser. No en vano, el 8,1% de las exportaciones mundiales y el 6,8% de las importaciones proceden del país de Angela Merkel. Y a veces se olvida que Alemania es el tercer país que compra más mercancías en el mundo, lo que le obliga a forzar un tipo de cambio fuerte siempre que no perjudique a sus exportaciones. Es decir, lo que se busca es una relación real de intercambio óptima que equilibre el valor de las exportaciones y las importaciones. Quiere decir esto que aunque las exportaciones van a seguir tirando de la economía española, su potencial para hacer crecer el PIB en el entorno del 2% -tasa necesaria para crear empleo- es muy limitado. Incluso, escaso. La situación se complica si se tiene en cuenta el fuerte carácter contractivo de las reformas estructurales. En particular la reforma laboral o la racionalización del sector público. Sin duda, necesarias para salir adelante, pero claramente procíclicas toda vez que alientan la recesión, como de hecho está sufriendo en propias carnes la economía española. A más recortes, más recesión. Las subidas de impuestos y de tasas anunciadas en las últimas semanas sólo reducen la renta disponible de las familias. Mientras que las rebajas salariales (para compensar un tipo de cambio demasiado exigente) sólo servirán para reducir los ingresos públicos. Los salarios alemanes son cerca de un 30% más elevados que los españoles y Alemania es, sin embargo, el país más competitivo del mundo.
Lo que pasa por comprar activos de riesgo
Tampoco desde el lado de la política monetaria hay mucho margen. Como ha recordado el economista Daniel Gross -una cabeza bien amueblada- se suele argumentar que la Reserva Federal ha hecho más que el Banco Central Europeo (BCE) para estimular la economía. Pero lo cierto es que su balance representa el 20% del PIB de EEUU, mientras que en Europa asciende ya al 30%. Hay además un aspecto cualitativo de indudable importancia. La Reserva Federal adquiere casi exclusivamente los activos sin riesgo (como los bonos del Gobierno de Estados Unidos), mientras que el BCE ha comprado activos de riesgo como las emisiones de países intervenidos. Igualmente, la Reserva Federal presta muy poco a los bancos, mientras que Trichet y Draghi han entregado grandes cantidades a los bancos débiles y en muchos casos inviables. En una palabra, mientras que el BCE asume un riesgo de crédito (fallidos), la Fed lo que hace es aceptar un riesgo de tipo de interés, lo cual es sustancialmente distinto. Quiere decir esto que las reformas estructurales, la rebaja de los salarios, la política monetaria laxa y hasta los recortes en el gasto público son condiciones necesarias para sacar a España de la crisis. Pero en ningún caso, son suficientes. La clave de bóveda continúa siendo la reforma del sistema financiero, y el Gobierno, en este sentido, continúa guiado por un voluntarismo político sin límites y un tanto pedestre. Es como si hubiera quedado atrapado en el círculo infernal del patrón oro. Por un lado, ayuda a los bancos para evitar que quiebren, y éstos, a cambio, le compran sus bonos con ayudas del BCE. Pero como al mismo tiempo se hacen políticas fiscales contractivas (subida de impuestos y recorte del gasto) la economía enmudece y aumentan el paro y la morosidad. Mientras que el crédito, como no puede ser de otra manera, desaparece, desoyendo aquello que decía el economista Wieser: “el crédito promueve en un grado máximo la aparición de empresarios eficaces, la selección de dirigentes en el campo de la propiedad”. En otras palabras, sin crédito no hay la célebre ‘destrucción creativa’ de la que hablaba Schumpeter. El viejo capitalismo del ladrillo se resiste a morir y la banca no apuesta por la nueva economía.
Crecer y no sólo recortar
No se tiene en cuenta, de esta manera, y como ha dicho el FMI, que el efecto de un crecimiento vigoroso sobre la deuda pública es asombroso. Mucho mayor que el de los recortes fiscales. Un aumento de un punto en el crecimiento potencial -suponiendo una presión fiscal del 40%- reduce el endeudamiento en 10 puntos en cinco años, y hasta en 30 puntos porcentuales en 10 años. Eso es sostenibilidad de las cuentas públicas y no tajos a diestro y siniestro. ¿Qué quiere decir esto? Pues que como no cambien las cosas, al final será el FMI o el Mecanismo de Rescate de la UE quien tenga que cortar el nudo gordiano –el callejón sin salida que ha tomado el Gobierno- para salvar a los bancos y al propio Estado, cuyas penurias se retroalimentan. Cuanto más pronto acuda España a esos fondos, antes saldrá de la crisis. Aunque la decisión tenga, ciertamente, un coste reputacional o el país acabe siendo señalado en el extranjero por el estigma de la intervención, aunque sea parcial. Ese estigma es, en todo caso, mejor que condenar al país a convivir con seis millones de parados durante todo el año 2013. Y el Gobierno tiene cada vez menos margen para aceptar la cruda realidad. Sin crédito no hay salida. ¡Es la banca, estúpidos!, que diría el clásico. *Ensayos de Persuasión. John Maynard Keynes Editorial Crítica Barcelona 1988
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