La palabra estorbar no es mía. La decía
mucho a sus vecinos ese hombre que se suicidó ayer, y mató a su mujer con
consentimiento de ella: que estorbaban. A todo el que le quisiera oír, le decía
que estorbaban. Un matrimonio de viejos de 78 y 77 años se suicidaba en Granada
para dejar de estorbar a sus hijos. Habían comprendido que estorbaban.
Los periodistas solemos llamarle sucesos a
estas cosas sangrientas que pasan. Y no. No son cosas que pasan. Los sucesos
son la visceralización salvaje de una injusticia, de una anomalía, de una
cicatriz gangrenada de la sociedad. Estos dos viejos de Granada le han venido a
decir con la muerte, a sus cuatro hijos, o sea, a todos nosotros, que
estorbaban, que eran juguetes rotos, peceras vacías ocupando sitio en el
desván, radiadores fríos. Lo que han venido a decir estos viejos es que hay
gente que se cree que estorba. Y yo no sé si no estará muy podrida una sociedad
que esconde gente que estorba. Gente que se cree que estorba. Gente que no
quiere estorbar más.
La vieja estaba impedida y el hombre
enfermo, y escribieron dos notas. Aunque no las he leído, malicio que en esas
dos notas nada se decía de la defenestrada ley de dependencia. Presiento más
probable la caligrafía rotunda del verbo estorbar. Ella escribió su nota de
despedida primero. Él apuntó a su mujer con la escopeta. ¿Qué le diría él a
ella antes de disparar? ¿Qué se dirían? No sé. Disparó. Después él escribió su
nota. Y dirigió el cañón contra su cabeza. Los dos, en sus notas, pidieron que
los incinerasen juntos. Así ya no estorbaban.
Pero estos dos viejos de 78 y 77 años, que
estorbaban, habían trabajado durante 50 años, habían criado a cuatro hijos y habían
pagado durante décadas esos impuestos a fondo perdido que les librarían del
hambre, del asco, de la dependencia, de la humillación, cuando llega ese
momento en que la vida nos encalla en esa extraña playa en donde estorbas a las
olas.
Recuerdo que, no hace tanto, en los
periódicos discutíamos mucho si se deberían publicar ciertos sucesos, ciertas
fotografías, que pudieran enfangar el plácido himeneo vital del amable burgués
dominguero. Sucedió con los malos tratos. ¿Se debía publicar a las mujeres muertas
o no? Los más delirantes argumentaban que dar publicidad a estos asesinatos era
incitar al macho español a mayores zarandeos y arrojamientos balconales de la
hembra. Al final, ganó el pulso el reportero sensacionalista, de calle,
manchado de vísceras, huidor de despachos y de reuniones. Y, de repente, por
acumulación de páginas sucias, la sociedad española se dio cuenta de que
aquellas excéntricas y coagulantes disensiones maritales pasaban todos los
días, y en todas las casas, y que realmente la violencia del macho era un
problema social terrible, una lacra, como dicen los horteras, un cáncer que extirpar.
Ayer nos enteramos, gracias a este
matrimonio granadino que estorbaba y al que pocos periódicos sacaron, de que un
país con un PIB per cápita de 24.217 euros alberga en sus salones del ángulo
oscuro a viejos que estorban, a desahuciados que estorban, a parados que
estorban, a inválidos que estorban, a médicos que estorban, a profesores que
estorban, a investigadores que estorban, a obreros que estorban, a estafados
que estorban. Van consiguiendo, y no poco a poco, que nos convirtamos todos en
estorbos, con todas las tentaciones que a un estorbo se le suponen, como ayer
nos demostraron esos dos estorbos granadinos.
La alcaldesa pedánea de Casa Nueva, lugar
donde sucedieron las muertes, lo comprendió enseguida. Y dijo ayer: “Quiero lanzar un mensaje a los mayores para
que nunca piensen que son un estorbo para sus familias”. Lo dijo con loable
intención, pero no es eso. A su frase le falta demagogia para ser verdad,
estimada alcaldesa pedánea. Le falta amarillismo. Le falta víscera y le falta
sensacionalismo. Le falta lacrimojigatería para vender periódicos y comprar
votos. Le falta transgresión y veneno. Le falta decir que los asesinos de los
que estorbamos no se esconden en desiertos lejanos ni en montañas remotas, sino
que se sientan en las poltronas de los ministerios y de los bancos.
Vaya mierda de artículo. Ojalá nunca nadie
hubiera tenido que sentirse obligado a escribir esta mierda de artículo. Que seguro
que también estorba.
Bloguero
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