Por José M. de la Viña
Publicado en Cotizalia (22/09/2011)
Comencemos con algunas recetas tradicionales de aplicación local. Cada país o región necesitará las suyas propias. Para crecer, ya lo dijimos, se necesita innovación, emprendedores, así como un país con una hoja de ruta industrial y productiva clara. Y, por supuesto, un marco laboral, legal, jurídico y fiscal adecuado. Y nada de eso tenemos.
El marco laboral
Disfrutamos de un mercado laboral bipolar, donde unos privilegiados tienen aseguradas las lentejas a costa de todos los demás. Donde los trabajadores eventuales permanentes subvencionan sin enterarse a los empleados fijos perpetuos. A cambio, nadie quiere contratar por miedo a cargar con un oneroso lastre a razón de muchos días por año trabajado. Sobre todo las pequeñas empresas, que no se lo pueden permitir y no tienen capacidad de negociar unos anacrónicos convenios colectivos, inasumibles para muchas.
Solo el Estado carga con cualquiera y no puede deshacerse de nadie. Es el anatema. Los funcionarios nacieron para que un grupo de profesionales pudiera mantener a los políticos bajo control sin temor a represalias. El sistema se ha ido prostituyendo con el tiempo. Hoy en día cualquier grupo profesional es funcionario, tenga o no tenga responsabilidad.
Funcionarios deberían ser solo los profesionales muy cualificados, técnicos y gestores; los cargos que dependen directamente del poder político; los que controlan los dineros públicos y tienen el deber de fiscalizarlos, con capacidad para oponerse a dispendios inútiles y enfrentarse a los que mandan, como los interventores; los que dan fe, como los secretarios de los ayuntamientos; los jueces y fiscales, o los abogados del Estado, por ejemplo.
En general, todo aquel colectivo cuya función sea mantener a raya y evitar los desmanes de los políticos con cargo, o impartir justicia y orden. Labor que no están cumpliendo muchos de ellos. Véase ese Tribunal de Cuentas nominal que no fiscaliza como debiera ser su deber los agujeros autonómicos.
El número de funcionarios debería ser reducido, el estrictamente necesario. Tendrían que estar bien pagados y tener seguridad en el empleo a cambio de exigirles cumplir un deber con mucha responsabilidad y a veces ingrato. Porque enfrentarse al poder siempre lo es.
Y, los demás, personal laboral bajo las mismas leyes que rigen para el resto de los mortales, con las mismas prebendas y similares deberes. Con posibilidad de ponerlos de patitas en la calle si no cumplen ni se reciclan, si su trabajo ya no se justifica, o si no hay dinero. Así acabaría el vuelva usted mañana y se podrían adelgazar unas administraciones que cuanto más engordan más ineficaces son, empobreciendo el país.
El marco normativo
No nos podemos permitir diez y siete parlamentos escupiendo leyes incompatibles sobre lo mismo. Para afirmar la identidad tribal a base de normas hilarantes y punitivas destinadas a los que no piensan o no hablan como una minoría cazurra o fundamentalista desea; que desincentivan el comercio y la movilidad de los trabajadores y los ciudadanos al promover comunidades cerradas y homogéneas, puro aldeanismo.
Es necesario que sus señorías dejen de perder el tiempo en asuntos que deberían gestionarse coordinadamente y con racionalidad. Como la sanidad, la educación, la justicia, el transporte y tantos otros.
Las unidades regionales son útiles, las tienen todos los países. Siempre y cuando legislen asuntos adecuados a su escala geográfica y fomenten la cercanía con el ciudadano.
No nos podemos permitir la multiplicidad de órganos y entes actual. Todo lo que promueva la desintegración debería ser abolido. Junto con lo que potencie la rotura de mercados, asunto que debería ser competencia de ámbitos superiores, nacionales o mejor europeos y universales. Jamás de las regiones.
Es preciso encontrar el término medio de este péndulo kafkiano llamado España. Hemos pasado de un estado centralizado a otra cosa que es lo opuesto. Donde cada región campa por sus fueros a costa de la eficacia, penalizando la economía.
Huyendo de la buena vecindad que siempre ha existido entre todas las regiones, en épocas trágicas, pero también en las boyantes. En la historia reciente de España no ha habido conflictos étnicos ni tribales excepto los creados artificialmente por los amigos canallas del infausto Zapatero. Acólitos ahora en desbandada y en pleno realineamiento táctico, cual ratas que abandonan el barco que se está hundiendo.
Padecemos unos nacionalismos catetos y trogloditas, añorantes de una historia legendaria que jamás existió. De unas costumbres recientemente inventadas que pretenden fomentar diferencias inexistentes en el pasado.
Eternas víctimas de no se sabe qué afrentas; quejicas con sus exigencias permanentes; sanguijuelas cuando se trata de arramplar; insolidarios con casi todo; fabricantes de aldeanos en el peor sentido del término con sus programas educativos, mejor dicho, adoctrinadores, que solo enseñan el estrecho ombligo propio ensombrecido por el talud negro de la supuesta diferencia y el rencor hacia unos agravios que jamás se produjeron.
Reminiscencias de la España profunda y cerril, antieuropea en espíritu e ignorante por convicción, alérgica a los principios de la Ilustración y al honor, que no somos capaces de superar ni hemos abandonado.
En un mundo gobernado por la ley de la selva, donde las naciones grandes y los bloques imponen su ley, ¿dónde pretendemos ir con tanta nacioncita deslavazada? O es que acaso nuestros políticos, con tal de resaltar lo que nos diferencia en vez de lo que nos une; de mandar y de mantener innumerables poltronas, de gestionar aunque sea miseria y caos son capaces de acabar enviando este país a la irrelevancia. Porque yendo cada uno por su lado es a lo que estamos destinados.
Hace falta un gobierno y un estado fuertes. Capaces de medirse de igual a igual con los grandes, en Europa y fuera de ella. Con una estrategia clara. Que controle firmemente las finanzas públicas. Todas, incluidas las taifas autonómicas y los quebrados ayuntamientos. Que exija rectitud. Una justicia eficaz que obligue a pagar por los desmanes causados a sus responsables cuando se salgan del tiesto.
Porque con tanta nacioncita que ejerce de tal y que ha fagocitado al estado, el cual ha sido terminado de dinamitar por Rodríguez con los delirantes estatutos reivindicativos y excluyentes, entre otras muchas cafradas recientes, no podremos llegar muy lejos.
¿Cargarnos las diputaciones? Si es para aligerar estructura, sí. Si lo es para reforzar los gobiernos de los diez y siete centralismos patrios, para que cada uno continúe haciendo la guerra por su lado, mejor no hacerlo. Hemos pasado de tener un único estado a tener diez y siete estaditos.
Un político que no acata las resoluciones judiciales, que pretende imponer sus creencias, aptitudes, costumbres, idiomas o neuras no puede considerarse demócrata por mucho que haya ganado unas elecciones. No es menos fundamentalista que aquel que obliga a todos los ciudadanos a comportarse o a vestir de una determinada manera, que pretende que todos piensen o sientan lo mismo, u obligue a cumplir la sharia más extrema bajo pena de muerte.
Tales actitudes uniformizadoras y excluyentes por decreto no son muy diferentes de las aplicadas durante el franquismo y menos aún del fascismo o el estalinismo. Desgraciadamente, padecemos muchas imposiciones de ese estilo políticamente correctas. ¡Cuánta democracia queda por aprender!
Mejores reguladores
Cambiando de cantinela. Hacen falta organismos reguladores eficaces y honestos en vez de los que padecemos. Libres de tanto chanchullo y compadreo con aquellos que deben vigilar. Aligerados de incompetencia interesada y estulticia grotesca.
Que garanticen la competitividad y la seguridad de aquellos sectores e industrias estratégicos que, por sus propias características y relevancia, no pueden disfrutar de un mercado libre real, como la energía y las telecomunicaciones; sean potencialmente peligrosos, como la industria nuclear; o incluyan en su seno mortíferas armas de destrucción masiva, como la financiera.
Seguiremos tarifando el próximo día.
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