Por Manuel Muela
Publicado en El Confidencial (15/09/2011)
La falta de confianza en el porvenir de la Unión Monetaria y del euro es ya un hecho aceptado, que tiene cada vez más cercana su materialización con todo el dramatismo que ello conlleva. Sin embargo, los más obligados a enfrentar esa realidad, dirigentes y numerosos medios de opinión, siguen con la idea de que estamos ante un proyecto indestructible, de ahí lo del Titanic, cuyos problemas se arreglan con proclamas del estilo “Se requiere más Europa” o “Los eurobonos son la solución” que, en mi opinión, representan un ejercicio de cinismo o una mera maniobra de distracción. Creo, por ello, que estamos ante un dilema: dejar que se produzca el hundimiento desordenado o poner los medios para ordenarlo. Ambas opciones son dramáticas, pero no quedan otras cartas que jugar.
El proyecto europeo, la Unión Europea y su Unión Monetaria, ha estado impregnado de grandes dosis de voluntarismo, que tenían como objetivo convertir un área de librecambio, integrada por un limitado número de países con estructuras políticas y económicas homogéneas, en una unión política y monetaria con mayor número de países, de estructuras bastante heterogéneas. Nos hemos pasado 20 años dedicados a ésta empresa, desde Maastricht, que ahora muestra su fragilidad cercana a la ruina, como en su día advirtieron, y no esta de más recordarlo, aquellos países que se negaron a participar: Reino Unido, Dinamarca y Suecia.
La experiencia horrenda de la Segunda Guerra Mundial, que fue la culminación trágica de una historia de guerras y enfrentamientos entre las grandes potencias europeas, especialmente Francia y Alemania, justificó las iniciativas de hombres como Schumann, francés, Adenauer, alemán, y De Gasperi, italiano, en pro de modelos de cooperación y unidad para lograr la reconciliación, sobre todo entre alemanes y franceses.
Aquellos deseos alumbraron la realidad del Mercado Común Europeo, a finales de los años cincuenta del pasado siglo, nucleado en torno a Francia y Alemania. Italia y el Benelux formaban el acompañamiento que facilitaba el entendimiento entre los dos grandes competidores y enemigos históricos. Los esfuerzos de los fundadores y la mejora económica que ello produjo atrajeron el interés de otros países hacia ese modelo de cooperación, llegando a un conjunto de quince miembros después de un proceso de 40 años, ampliado, deprisa y corriendo, a 27 en ésta década.
El derrumbe de la Unión Soviética y la unificación de Alemania en 1989 impulsaron un proyecto político y monetario más ambicioso que pretendía la superación definitiva de la cooperación económica y el librecambio, que eran los dos anclajes de la entonces Comunidad Económica Europea, a través de una rápida Unión Monetaria y la unión política subsiguiente. Los resultados de ello fueron los Tratados de Maastricht y de Ámsterdam, y la implantación del euro como moneda única en enero de 1999.
A partir de entonces se iniciaron las políticas crediticias expansivas e indiscriminadas, que han producido aumentos considerables de la deuda pública y privada de países, los llamados periféricos, a los que la contracción crediticia ha metido en la depresión económica y fiscal para largo tiempo. Y a ese problema real e indiscutido se le pretende dar solución con el aumento de las políticas depresivas, también indiscriminadas, que, a mi juicio, tienen poco que ver con la exigencia de orden y estabilidad en las cuentas públicas y con el saneamiento de los sistemas crediticios: la tecno estructura europea, por una parte, y las exigencias de los prestamistas, por otra, han alumbrado unas monstruosas políticas de rescate, que llevan en su seno el fracaso financiero y el desorden político y social.
Es lógica la preocupación, dentro y fuera de Europa, sobre lo que se está cociendo en la caldera de la Unión Monetaria: su caída desordenada y alocada nos situaría en un escenario muy conflictivo, de esos que solo Europa es capaz de fabricar y que otros tienen que ayudar a arreglar. La inquietud expresada por el presidente Obama tiene ese fundamento y debería obligar a los dirigentes europeos a hacer un ejercicio de realismo y de humildad, pidiendo el concurso de la comunidad económica internacional para ordenar los cambios monetarios y crediticios necesarios, que hagan menos dolorosa la salida del atolladero.
La historia nos enseña que muchos sistemas y regímenes políticos han presumido de su intangibilidad y permanencia, la realidad fue cambiando esa apreciación o propósito, unas veces pacíficamente y otras violentamente. No caigamos, por ello, en el mismo error, pensando que lo de ahora es distinto: eso sería iniciar el camino a la perdición.
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