Por Jose Antonio Zarzalejos
Publicado en El Confidencial (11/03/2012)
La movilización sindical y de la izquierda política, mañana, octavo aniversario de los atentados del 11-M, tiene connotaciones muy sugestivas y todas ellas preocupantes. Emocionalmente, la fecha elegida es un error, más allá de cualquier lectura políticamente intencional. Resulta difícil comprender que el aniversario del mayor atentado terrorista de nuestra historia, y de la de Europa, no excluya cualquier otra expresión pública que no sea la de conmemoración y recuerdo de las víctimas, por más que algunas de ellas sean solidarias con los manifestantes. La tragedia es, desde luego, la familiar de los fallecidos y heridos, pero, en su vertiente social, fue una enorme tragedia colectiva y trasciende la privacidad del dolor de las víctimas directas.
El derecho de manifestación, sin embargo, es siempre legítimo, aunque, como ocurrirá mañana, arañe el sentimiento colectivo que reclamaría un recuerdo silencioso. No siempre, sin embargo, lo legítimo es oportuno ni útil. La movilización contra la reforma laboral y la huelga general convocada para el próximo día 29 constituyen recursos que no cambiarán la decisión gubernamental validada por el Parlamento y, por ello, entre otras razones, resultarán procedimientos de oposición política anacrónicos.
Como ha escrito el sociólogo José Luis Álvarez*, “una de las conclusiones más robustas de la sociología de los movimientos sociales es que estos no triunfan en los peores momentos de una crisis, cuando mayor es la sensación subjetiva de injusticia en los desfavorecidos. Los conflictos se extienden cuando se dan condiciones objetivas, como unas élites divididas y tácticas adecuadas de contestación. Y hoy las élites no muestran fisuras y los métodos de movilización -huelgas, marchas, ocupaciones de propiedad privada, asambleas, alborotos, saqueos, barricadas, acampadas en espacios públicos, etcétera- no están actualizadas para enfrentar un capitalismo global. Las nuevas tecnologías pueden acelerar los tiempos de movilización y ampliar las bases de los convocados, pero no responden a las preguntas estratégicas: contra quién, cuándo y dónde descargar la fricción contestataria”.
En otras palabras: el derecho a protestar en la calle y el de huelga son plenos, pero no son útiles y, especialmente, no son ya contemporáneos. A menudo contribuyen a empeorar las cosas y no a resolverlas. La sola posibilidad de una huelga general ha provocado en las encuestas recientemente publicadas un rechazo importante de los ciudadanos, a muchos de los cuales tampoco gusta la reforma laboral, ni otras con las que se trata de afrontar la crisis. La izquierda, no obstante, en la que cabe incluir a las Centrales Sindicales, es “un terreno yermo” en palabras del profesor Félix Ovejero Lucas*, que aunque impugna la prepotencia de los mercados y se duele de “nuestra triste izquierda” observa en Francia, por ejemplo, algunos elementos de “radicalidad”, que “no es enemiga de la calidad”, propuestos por intelectuales que tratan de inyectar ideas allí donde hay inercias que han dejado el socialismo en barbecho.
El grave problema para la izquierda -y, en menor medida de la derecha, por razones obvias- es que no se ha dicho la verdad de lo que sucede y que consiste en que el Estado del bienestar -y en España, además, el autonómico- se asoma peligrosamente a la quiebra. El gran drama es que la estructura estatal prestataria de servicios públicos y sobreprotectora de derechos de los trabajadores, está en fase agónica. Se derrumba. Y no hay receta ideológica que la rescate, ni huelga general -todo lo contrario- que lo remedie.
Lo explica con claridad el profesor Daniel Innerarity: “Uno de los planteamientos menos afortunados a la hora de entender la crisis económica ha sido interpretarla en el interior del debate entre el neoliberalismo y la socialdemocracia, como si éste fuera el verdadero campo de juego ideológico en el que habrían de moverse las posibles soluciones; sin entender que es precisamente esa alternativa la que ha dejado de tener sentido a la hora de abordar crisis globales. El neoliberalismo ha salido peor parado de la crisis, pero eso no da motivo para celebraciones especiales entre quienes auguran un retorno del Estado y no están en condiciones de aclarar qué puede significar dicho retorno. Lo que hay que explicar -y a lo que debe hacerse frente- es que el Estado que emerge tras la crisis es un Estado menos poderoso, debido a la naturaleza global de la crisis y la limitada eficacia de los instrumentos tradicionales de la política económica.”
Los bazares chinos
La reivindicación del pasado y, lo que es peor, el fantaseo de que es posible regresar al bienestar de antaño suponiendo que estamos ante una crisis cíclica, no sólo es una ingenuidad, en este caso por parte de la izquierda -razón de su desconcierto-, sino también una temeridad política. El caso español es paradigmático: hicimos un Estado del bienestar para la bonanza y dogmatizamos que los servicios básicos -sanidad, educación y sociales- resultaban prestaciones imprescriptibles en su universalidad y amplitud. Sencillamente, ese dogma se ha caído aunque ni el anterior ni el actual Gobierno quieran reconocerlo.
Al imponer unos déficits determinados -1,5% a las comunidades autónomas- se está, de hecho, ofreciendo licencia para introducir elementos de alteración sustancial a las ofertas del bienestar. Sea mediante copagos o tasas; sea mediante restricciones de servicios en sanidad o en educación; sea mediante limitaciones de las prestaciones sociales, sea a través de la congelación de la inversión pública y el incremento de la fiscalidad, sea con métodos eufemísticos -pero en todo caso restrictivos- está muriendo el Estado protector y no sabemos si está emergiendo el Estado meramente cooperador. Empeñarse en mantener el primero es ir derechamente a la quiebra (como Grecia, o peor aún), y reclamarlo a quien no puede restablecerlo -el Gobierno y las instituciones- resulta un ejercicio frustrante y persistir en una vana esperanza de que volverán aquellos tiempos pasado, una condena segura a la melancolía depresiva.
Ha tenido que ser un empresario como Juan Roig, propietario de Mercadona, el que haya cantado las (desagradables) verdades del barquero. Con la legitimidad que le otorga haber creado 6.500 puestos de trabajo en 2011 y aumentado los beneficios de su empresa un 19%, el valenciano, hijo de un porquero, ha señalado la cultura del esfuerzo y la perseverancia de los bazares chinos como metáfora de cuál debe ser nuestro empeño; ha denunciado el derroche corrupto, la economía sumergida, las subvenciones improductivas y el absentismo como latrocinio social; ha reclamado “medidas disuasorias” en sanidad, en enseñanza y en justicia; se ha mostrado favorable a la reforma laboral aunque él “habría ido más lejos” y ha denunciado que cada puente festivo nos cuesta 1.200 millones de euros. Roig no reclama un nuevo esclavismo -sus empleados entran con sueldos dignos, disponen de jornadas flexibles, participan en beneficios- sino que fija una referencia, un modo de hacer que diferente. Para algunos autores, como Michael Lewis, nuestro continente se encamina a “un nuevo tercer mundo europeo” y lo explica en su indispensable libro Boomerang. O sea, que Roig no anda descaminado.
Cuando la clase dirigente no se aviene a proclamar la realidad, los sindicatos pretenden regresar a un Estado impotente y superado y la izquierda se empeña en los viejos dogmas que intenta defender en la calle como si de un mayo del 68 se tratase, la teoría de los bazares chinos -el productivismo asiático- de Juan Roig viene a ser el relato inevitable de los nuevos tiempos. No se trata de una perspectiva halagüeña, pero es lo hay.
*Los miserables del 2012 artículo de José Luis Álvarez en La Vanguardia de 5 de marzo.
*Las razones y las calles artículo de Félix Ovejero Lucas en El País de 7 de marzo.
*La democracia del conocimiento. Por una sociedad inteligente (Editorial Paidós) de Daniel Innerarity. Página 138.
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