Me acordaba de ese texto el pasado lunes mientras oía las intervenciones de los numerosos invitados por monseñor Asenjo al encuentro El compromiso político de los cristianos hoy. Porque allí, por encima de la afirmación de principios sin los que la política pierde del todo la brújula, más allá de la manifestación del pluralismo definitorio de los católicos ante la cosa pública, aleteaba un sentimiento de orfandad que, me parece, sobrepasaba la crítica a comportamientos que están en el ánimo de todos. Un sentimiento que podría llegar a exacerbarse ante la ausencia no ya de soluciones, de simples vías a través de las que los cristianos podamos expresar y hacer valer unas convicciones sobre la sociedad que, siendo compartidas por grandísimo número de personas, parecen abandonadas en el cajón de lo rabiosamente incorrecto.
Y es que, por culpas que son sólo nuestras, los cristianos hemos sido expulsados de hecho del debate público, privados de la mera posibilidad de influir como tales en la sociedad, algo que nadie niega a los grupos más utópicos y extravagantes. Estamos en trance de convertirnos en algo parecido a lo que fueron durante siglos los judíos en Europa: una minoría imprescindible, pero sin voz propia ni capacidad de acción. Extranjeros en su patria, perfectos chivos expiatorios de todos los males, siempre incómodos, siempre temiendo que cualquier tiempo futuro aún pudiera ser peor. La noria ha girado y, cien años después, nos vemos ante los mismos problemas que nuestros abuelos, pero con bastante menos fe.