Por Javier Benegas, experto en branding y comunicación
Publicado en La Voz de Cádiz (15/02/2011)
“Tal es la condición de la miseria humana, que el dolor es su sentimiento mas vivo”. Esta frase, de Jean le Rond d'Alembert, uno de los principales exponentes del movimiento ilustrado, viene como anillo al dedo para definir algunos rasgos fundamentales de la psique de la sociedad española. Acertada o no, diríase que los españoles estuviéramos limitados a dos sentimientos: el dolor y la rabia. Pero en nuestro caso, ese dolor es silencioso; propio de las sociedades inermes. Y nuestra rabia deviene las más de las veces en impotencia. Lo relevante no es que estos sentimientos condicionen nuestra conducta inmediata, sino que nos convierten en un torpe ejemplar de “homo sentimentalis”, impedido para razonar y, en consecuencia, aprender de la propia experiencia.
Volviendo a la frase del principio, quizá fue precisamente a comienzos del siglo XIX que la sociedad española perdió su nexo de unión no ya con la historia europea sino con su propia evolución social. Pero ese momento de impulso que nos desvió nuevamente de nuestro camino y nos llevó, en los tiempos modernos, a una nueva sucesión de desastres nacionales, no fue el producto de la cerrazón atávica de los españoles ni de nuestras rancias instituciones o costumbres, ni siquiera fue el resultado de la abrumadora conjunción de fuerzas que desde todos los lados desgarraron el país. La responsable, paradójicamente, fue la “ilustración”, que devino, primero, en forzosa y, después, en violenta.
La Francia revolucionaria propagó por media Europa una visión moderna y liberadora, con la que se pretendía dar el definitivo portazo al Antiguo Régimen y librar a las gentes del sometimiento a las religiones y demás servidumbres. Los franceses de la revolución creían que era tan bueno y positivo todo lo que defendían y exportaban al resto de países que olvidaron respetar la libertad de aquellas sociedades a las que pretendían ilustrar para que fueran precisamente eso: libres.
En nuestro caso, su intervención degeneró en un desastre tan mayúsculo que, lejos de suponer avance alguno, España se convirtió en una tierra de desesperanza, arrasada y teñida de sangre, donde la traición, la venganza, el rencor, la envidia y el gusto adquirido por el uso de la violencia, no nos han abandonado desde entonces. El paréntesis de la Transición Democrática, amén de un enrevesado fraude, fue un espejismo. En conclusión, llevamos dos siglos instalados en el “homo sentimentalis”, inermes e impotentes frente al poder político.
Aún hoy día, nos cuesta entender que las sociedades realizan los grandes cambios con pequeños pasos por la vía de la lenta evolución de sus individuos, como si cada uno de ellos fuera un gen. Este proceso, inapreciable en tiempo real, se basa en la sabia y paciente aplicación del método de prueba y error que toda sociedad sana realiza por sí misma de forma espontánea. De esta manera, los ciudadanos, cuando son realmente libres, incorporan al acervo colectivo los principios que funcionan, mientras desechan aquellos otros que o bien no funcionan o no aportan beneficio alguno. Y lo que la Historia nos enseña -es decir, la experiencia- es que interferir en este proceso mediante la política, no resuelve los presuntos conflictos que puedan existir en la sociedad sino que los exacerba y crea nuevos problemas donde antes no los había. Por ello, lo lógico sería aprender del error y comprender que el poder político no debe ser el cuerpo expedicionario de la sociedad, y que su cometido no es planificar nuestra evolución ya que ello nos lleva a confundir política con ingeniería social. Y ésta última, en cualquiera de sus formas, es el peor enemigo de las sociedades libres.
Libertad y crisis económica
¿Pero qué entendemos los españoles por sociedades libres? Diríase que creemos en la Libertad como fin último y no como un principio fundamental que está antes que la política y las ideologías. La Libertad es para muchos de nosotros, quizá demasiados, un ideal inalcanzable propio de seres idealistas. Y para otros, un peligro. Y en ambos casos están equivocados. La Libertad es algo tangible y su acción beneficiosa es tan inmediata que es la principal fuente de riqueza. Permite que cualquier individuo, sin distinción por su raza, credo o religión, pueda probar a llevar a la práctica sus ideas, y pone al alcance de todas las personas las oportunidades, incentivando el ingenio y la iniciativa.
En una sociedad libre, el número de ciudadanos que pueden acceder a la economía y a la generación de riqueza es ilimitado, mientras que en los entornos donde falta libertad, son muy pocos los llamados a probar suerte. En consecuencia, los casos de éxito son proporcionalmente menores y la sociedad tiende a empobrecerse. La crisis económica ha puesto ante nuestros ojos esta realidad inapelable. Si miramos hacia Europa, comprobaremos que son precisamente los países con una democracia y unas instituciones de peor calidad los que se encuentran en situación más delicada. Mientras que aquellos otros cuya democracia, instituciones y mecanismos de control del poder político son más eficientes, se encuentran en mejor disposición para salir airosos del trance. ¿Es casualidad? No, en absoluto.
Para terminar, una última observación. Ahora que vamos a estar en permanente campaña electoral de aquí hasta 2012, fíjense como todos y cada uno de los candidatos que aspiran realmente a gobernar van a prometer mejor gestión, saneamiento de la economía y creación de empleo. Y frente a la apatía e indecisión del votante, apelarán una vez más al “homo sentimentalis” que hay en nosotros, azuzando los sentimientos de dolor y rabia contra el adversario. Pero ninguno de ellos va a prometer -ni siquiera a mencionar- el verdadero antídoto contra la crisis: la Libertad y la regeneración democrática con nombre y apellidos (no valen cortinas de humo como la “regeneración moral”). ¿Por qué? La respuesta a este enigma poco tiene que ver con la ideología. Afortunadamente, cada vez más ciudadanos empiezan a darse cuenta.
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