Por Manuel Muela, economista.
Publicado en El Confidencial (03/02/2011)
Salvo que un rayo de lucidez lo remedie, parece que el sector de las cajas de ahorros será sacrificado como víctima propiciatoria para obtener, según se dice, la comprensión y la benevolencia de los mercados. Un señuelo más de los tantos y tantos que vienen circulando en España desde que nos dimos de bruces con una ruina que no solo no estaba en el guión sino que, contra toda racionalidad, se ha pretendido escamotear con los argumentos más variopintos, aprovechando la larga ola de analfabetismo que ha inundado el país. Y cuando esos señuelos dan muestras de agotamiento hay que buscar otros, para dar la impresión de que terminamos encontrando a los responsables de nuestras desgracias cual modernos chivos expiatorios. Nunca la autocrítica de autoridades y reguladores, también de algunos gestores, porque, al parecer, la sociedad ni la exige ni la merece, como corresponde a un pueblo sumiso que comulga con todas las ruedas de molino que le venden.
Así se explica que el economicídio de las cajas, como lo llama el sociólogo José Félix Tezanos, se esté produciendo en medio de la indiferencia y/o el aplauso general, como si de ello se fueran a obtener grandes beneficios para todos. Pocas voces se elevan ante lo que, a todas luces, es un despropósito o un insulto a la inteligencia. Los problemas del sistema crediticio, muchos y cuantiosos, no se arreglan con una catarata de normas que no da tiempo ni a ejecutar: el camino adecuado es reconocer la envergadura del problema, definir a los responsables de su origen y abrir caminos para su resolución sin poner en trance de colapso a entidades que representan la mitad del sistema crediticio de España. Quizá esta última sea la causa del maltrato de las que se les hace objeto. En todo caso, conviene advertir que toda esta locura, aparentemente purificadora, nos hundirá más en el descrédito y en la desmoralización.
El origen y fundamento de las cajas de ahorros vienen definidos por su carácter social y la dedicación al territorio en que se desenvuelven. Ambas cosas han configurado un tipo de negocio minorista, muy apegado a las personas y familias y a las pequeñas empresas: los préstamos hipotecarios y los créditos al consumo, por una parte, y las suscripciones de renta fija para la industrialización y mejora de las comunicaciones, por otra, fueron largo tiempo el eje de las políticas de activo de estas entidades, para contribuir en los últimos cuarenta y cinco años al bienestar económico de sus clientes y regiones.
El economicídio de las cajas, como lo llama el sociólogo José Félix Tezanos, se está produciendo en medio de la indiferencia y/o el aplauso general, como si de ello se fueran a obtener grandes beneficios para todos. Pocas voces se elevan ante lo que, a todas luces, es un despropósito o un insulto a la inteligencia
Para nadie es un secreto que la buena imagen de las cajas, y su crecimiento en cuota de mercado, ha sido la consecuencia lógica de haber cumplido con su objeto social, sin poner en riesgo el ahorro popular que, pocas décadas atrás, casi administraban en exclusiva. Naturalmente ha habido accidentes en el camino, pero modestos en comparación con otras situaciones.
Esos modos de funcionamiento venían obligados por el intervencionismo que dominó el sector hasta finales de los años 70 del siglo pasado, y que ha dejado su impronta, a pesar del marco de liberalización de la época posterior. Como era previsible y hasta aconsejable, las cajas siguieron atendiendo a los sectores tradicionales de los años de los coeficientes obligatorios, porque era el negocio que conocían y porque era también su mayor garantía de crecimiento y rentabilidad con un nivel prudente de riesgo.
Los cambios posteriores en los órganos de gobierno de las cajas de ahorros, que suponen una importante presencia de representaciones públicas, léase políticas, en los mismos, y la atribución a las Comunidades Autónomas del protectorado que históricamente ejercía el Gobierno Central, crearon un marco muy tentador para los poderes regionales, que necesitaban con bastante frecuencia el concurso de entidades financieras para atender a sectores o empresas, cuyo mantenimiento era difícil.
Si a la circunstancia anterior unimos el fenómeno de la liberalización operativa de que han dispuesto las instituciones de ahorros nos encontramos con que algunos de sus administradores, poco profesionales, han impulsado políticas inversoras arriesgadas, poco compatibles con su naturaleza y objeto, dejándose llevar y acariciar por la gran burbuja de la economía española, fabricada desde nuestra incorporación a la UE. La participación activa de las cajas, también de la banca, en el boom inmobiliario nadie la pone en duda, aunque el grado de participación no ha sido igual en todos los casos.
Es verdad que, como consecuencia de esos excesos, tenemos el problema de que nuestro sistema crediticio, en su conjunto, tiene un déficit de recursos propios o de capital, todavía poco definido, que, probablemente, requiere una nacionalización parcial o total de algunas entidades, por la falta de recursos privados. Hasta ahí estaríamos, con retraso, en lo que ha sucedido en otros países. Donde empieza lo insólito es que se utilice el problema para proscribir a la mitad del sistema crediticio español, las cajas de ahorros, con el argumento de que su naturaleza no es entendida, se supone que por los mismos inversores que, durante los años dorados, les han prestado a mansalva sin tener esas dudas que ahora manifiestan. Excusas al fin, para no corregir lo que ha funcionado mal y restituir a las cajas al segmento de banca minorista que nunca debieron abandonar, volviendo a depender única y exclusivamente del Ministerio de Economía y Hacienda y supervisadas regularmente por el Banco de España.
Por paradojas de la historia tenemos ante nosotros una película que inicia un ministro socialista, Largo Caballero, aprobando el Estatuto del Ahorro de 1932, que puso las bases protectoras del sector de cajas de ahorros, que ahora, con un gobierno socialista, puede desaparecer de la faz de España dando lugar a lo que el profesor Anton Costas acaba de definir como el mayor desmán financiero de nuestra historia.
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