Por Carlos Sánchez
Publicado en El Confidencial (15/01/2012)
Probablemente, el mejor epítome que se ha hecho hasta ahora de la nueva política económica la alumbró hace unos días una de las cabezas más lúcidas -y mejor informadas- del país en materia económica. Sostenía en privado este docto economista que ‘hemos pasado de un socialismo de izquierdas a un socialismo de derechas’. E ironizaba sobre el hecho de que los dos grandes partidos compitieran sobre quién aplicaba el impuesto sobre la renta más progresivo. O dicho en otros términos, quien aumentaba más la imposición directa.
Nuestro interlocutor lo achacaba a las elecciones andaluzas, y, en concreto, atribuía esa estrategia al tándem Arenas-Arriola. El primero sabe que es su última oportunidad de asalto a la Junta, mientras que al segundo le paga el Partido Popular (y parece ser que con cierta generosidad) por ganar elecciones, no por resolver los problemas económicos de España, lo que explica su empeño en conquistar la plaza andaluza a cualquier precio, aunque el país se desangre.
El razonamiento del ilustre economista tiene sentido, y es verdad que hasta ahora -salvo en el caso del negociado del ministro Montoro- ha habido más ruido que nueces. Es como si en España el único problema fuera el del sector público. Pero lo cierto es que a medida que pasan las semanas la crisis se hace más insostenible. Los datos de desempleo que se avecinan (el día 27 se publicarán las cifras de la EPA y una semana más tarde los del paro registrado de enero) dirán, en todo caso, las verdades del barquero, y es muy probable que a partir de esa constatación la presión de la opinión pública haga saltar por los aires tanto tacticismo gubernamental.
El país está abierto en canal y sólo la resignación explica la paz social, pero no es descabellado pensar que tanto estoicismo tiene sus límites. Y a medida que España se vaya acercando a los seis millones de parados oficiales -desgraciadamente la cifra no es descabellada- se irá diluyendo las dosis de credibilidad de este Gobierno, todavía intactas, salvo el rebote que tienen muchos compañeros de viaje irritados por una subida del IRPF que no entienden.
No sólo porque suban los tipos marginales del IRPF (que son muy distintos a los efectivos), sino porque se vuelve a esquivar el ensanchamiento de las bases imponibles del IRPF obligando a volver a casa a los hijos pródigos del impuesto sobre la renta. Esas criaturas fantasmales que son ahora las personas jurídicas.
Y por eso, parece suicida aplicar la lógica de los calendarios políticos a una crisis que no escampa, y que al contrario de lo que le gusta decir a Luis de Guindos, no es sólo un problema de confianza. El voluntarismo político -como se demostró de forma palmaria durante la ‘era Zapatero’’- no basta para dar la vuelta a la situación económica. Y en este sentido sólo hay que echar un vistazo a un reciente informe del servicio de estudios de la Caixa en la que recuerda que los procesos de desapalancamiento duran, de media, unos cinco años. No estamos, por lo tanto, ante un crisis corta.
Siete años de crisis
La duración total dependerá de la capacidad de los agentes económicos para devolver las deudas del sector privado, que representan nada menos que el 167% del PIB. Como es lógico, periodos recesivos -como el actual- sólo hacen que se alargue ese proceso. Pero si además se cruzan una crisis inmobiliaria -como la actual- o de carácter financiero -como la actual-, el final de la crisis todavía hay que retrasarlo más.
En palabras de la Caixa, “en presencia de una crisis bancaria, los ciclos de desapalancamiento han promediado un ajuste de la ratio de deuda de unos 32 puntos de PIB y se han alargado cerca de siete años”.
¿Qué quiere decir eso? Pues que dando por bueno que el ajuste comenzó en 2008, los agentes económicos altamente endeudados (empresas y familias) comenzarán a ver la luz (a pagar menos deudas al banco y, por lo tanto, a aumentar su propensión al consumo) en 2015. Y eso en el mejor de los casos. Siempre que la economía sea capaz de crecer anualmente un 1,8% en términos reales hasta mediados de la década, con una inflación del 2% y un ‘moderado’ aumento del crédito. Como se ve, un escenario posible, pero con una probabilidad difícil de cumplirse vinculada a la capacidad de acierto de la política económica. Aunque no sólo eso.
La crisis de deuda soberana contamina la resolución de la crisis, y eso ya no depende solamente del Gobierno español. La rebaja de calificación de Francia es sólo un recordatorio de que obviamente las cosas no están resueltas, como de forma un tanto apresurada se ha sugerido estos días por el simple hecho de que el Tesoro coloque emisiones ¡al cuádruple! del tipo de interés oficial que marca el BCE.
Estamos por lo tanto, ante una situación endiablada que no entiende de forma mecánica de cambios de Gobierno, como han comprobado en sus propias carnes griegos e italianos. Y lo que dice la experiencia histórica es que la mejor manera de enfrentarse a una gran contracción económica, pasa por transferir renta de los acreedores a los deudores, lo que desde luego no se está haciendo en España en aras de mantener un sistema financiero artificialmente solvente.
Es verdad que el asunto está en la agenda de este Gobierno, pero de nuevo se cruzan los calendarios políticos. El Gobierno no puede esperar a la salida de Fernández Ordóñez, el gobernador del Banco de España, para atacar el problema. Y da la sensación de que por ahí van los tiros.
Como alguien dijo, la clave de la nueva política económica está en reducir a toda costa la deuda pública y privada (y de ahí la necesidad de reconducir los enormes desequilibrios fiscales), pero no pasa por dar de beber a un burro que no tiene sed. Ya lo dijo Franklin Delano Roosevelt en su discurso de toma de posesión, el 4 de marzo de 1933: ‘lo único que tenemos que temer es al temor mismo, un temor desconocido, irrazonable, injustificado, que paraliza los esfuerzos necesarios para convertir la retirada en avance”.
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