Por Jose Antonio Zarzalejos
Publicado en El Confidencial (01/02/2012)
En 1995 dimitieron Narcís Serra, vicepresidente del entonces Gobierno socialista, y el ministro de Defensa, a la sazón Julián García Vargas, asumiendo así la responsabilidad política de masivas e ilegales escuchas practicadas por el CESID, hoy reconvertido en el Centro Nacional de Inteligencia. Nunca se supo quién ordenó esas escuchas, con qué criterio se seleccionaron, quiénes fueron las víctimas de la injerencia en su privacidad, qué información se obtuvo y qué se hizo con ella, si se destruyó o se archivó. Se dijo entonces, y nunca se negó, que hasta el Rey fue ilegalmente escuchado. Aquella fue la crisis política cualitativamente más grave de la democracia española y, sin embargo, no adquirió la envergadura que su trascendencia merecía.
Estas reflexiones me han surgido al hilo de la visión de la película J.Edgar, que dirigida por Clint Eastwood e interpretada por Leonardo DiCaprio, relata la trayectoria procelosa de J.Edgar Hoover (1895-1972), director del FBI durante cuarenta y ocho años bajo el mandato de ocho presidentes de los Estados Unidos. Hoover fundamentó su extraordinario y dilatado poder en descubrir las debilidades de los más relevantes políticos norteamericanos, hacerles saber puntualmente que disponía de información comprometida y sellar con ellos un pacto de silencio. Hoover era odiado y temido, pero fue, seguramente, el hombre que con más cinismo, acierto y crueldad marcó los peores códigos morales para sostenerse en el poder. Descubrió y grabó las conversaciones amorosas y las interjecciones sexuales extramatrimoniales del presidente Kennedy e interceptó correspondencia de Eleanor Roosevelt que delataba su supuesto lesbianismo, entre otras muchas interioridades que, probablemente, nunca llegarán a conocerse porque a la nomenklatura norteamericana le avergonzarían.
Los aparatos del Estado disponen hoy de un extraordinario poder que hombres como Hoover explotaron entre el silencio miedoso y la complicidad criminal de políticos débiles que prefirieron la subordinación al chantaje que la dignidad
Hoover, homosexual de forma más explícita de la que aparece en la película, en modo alguno fiel a la relación sentimental con su ayudante Clyde Tolson, intercambió favores con la mafia que disponía de fotografías suyas, travestido y alocado, de tal manera que su imagen en aquellos años de puritanismo jamás se vio afectada. Encarnó -qué sarcasmo- al hombre íntegro, al patriota perseverante, al garante de la ley y el orden y al contradictor de corruptos y delincuentes. La película del octogenario Eastwood no ha sido bien acogida en los Estados Unidos. Ni él como director, ni Leonardo DiCaprio como protagonista, aparecen en las lista de los Oscar, ni, antes, en la de los Globos de Oro. La sociedad americana -que padeció el Watergate de Nixon y el caso Lewinsky de Clinton- parece querer desconocer que su democracia, en tantos aspectos modélica, ha transitado por episodios que todavía exigirían una aclaración.
J.Edgar, al margen de sus virtudes cinematográficas, es un biopic de Hoover que sirve para meditar sobre las llamadas “cloacas del poder”, esos circuitos a los que están ajenos los ciudadanos pero que, de hecho, les restan libertad porque les velan la realidad sobre la integridad de sus dirigentes. Las aventuras sexuales -que Hoover explotó arteramente en una sociedad bienpensante e hipócrita como la estadounidense a la que le impactan más los asuntos de bragueta que los de cartera, a la inversa que aquí- no son relevantes siempre que quien las protagoniza no oficie en su versión pública de integrista moral.
Lo esencial de la moraleja de la vida de Hoover consiste en la denuncia de que el poder, incluso en sistemas democráticos, traza un círculo cerrado y endogámico que, recíprocamente, oculta sus excrecencias para perpetuarse en el mando. Enseña también que es precisa una exigencia cerrada, intransigente, indeclinable y constante en la preservación de los derechos de los ciudadanos, en la denuncia de prácticas legales o alegales en función de las cuales -sin garantía alguna- podemos ser vigilados hasta en nuestra más estricta intimidad. Y alecciona sobre lo débil que es un sistema de libertades si no es gestionado por políticos honrados y por jueces justos.
Los aparatos del Estado disponen hoy de un extraordinario poder que hombres como Hoover explotaron entre el silencio miedoso y la complicidad criminal de políticos débiles que prefirieron la subordinación al chantaje que la dignidad. Si entonces ocurrió lo que, solo someramente, nos cuenta Clint Eastwood en su J.Edgar, qué no ocurrirá ahora -o podría ocurrir- con una tecnología sofisticada y difícilmente detectable en manos de dirigentes venales y ambiciosos. Películas como la que relata la vida del todo poderoso primer director del FBI hacen pensar que la fragilidad de la democracia sólo se fortalece con sistemas de control social e institucional que quiebre el círculo vicioso que mutualiza la corrupción entre los que la practican y la descubren pero no la denuncian creando una inmensa omertá política en las democracias.
¿Les suena a algo cercano todo esto? Vean la película y piénselo.
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