Por Antonio Casado
Publicado en El Confidencial (02/06/2011)
Tanto la política sumergida como la economía sumergida, dos clamorosas negaciones del principio de transparencia, son dos formas de corrupción. Dirigentes políticos que pactan por debajo de la mesa o millonarios que guardan su dinero B en paraísos fiscales. Tanto da. Ahí tenemos dos de las causas del malestar social expresado en la revuelta de los indignados. Millones de españoles y no solamente los que acampan en la Puerta del Sol, entre los que no encontraremos grandes evasores de impuestos, virtuosos de la doble contabilidad o quienes se forran mediante actividades criminales como el narcotráfico, la prostitución y el comercio ilegal de armas.
Por un informe de Funcas (Fundación de las Cajas de Ahorro), hemos conocido ayer la última hora sobre el tamaño de la economía sumergida en nuestro país. Es la cifra más alta de las obtenidas hasta ahora en distintos estudios con distintos métodos de trabajo. Entre los años 2005 y 2008 la economía sumergida representó en España el 23,7 % del PIB. Casi una cuarta parte del flujo dinerario escapa al control de la Hacienda Pública. Casi una cuarta parte de los recursos nacionales distraídos de la causa del interés general. Es decir, dinero robado a la caja común, aunque un liberal como Dios manda siempre lo disculparía con la excusa de la insoportable presión fiscal.
Por razones ocultas, o inconfesables, desconocidas, los gobernantes españoles nunca se pusieron las pilas para afrontar el mal. Si la economía española se duplicó en los últimos 30 años, la economía sumergida se cuadruplicó, según Funcas. Pero a ningún Gobierno le compensó nunca molestar a los poderosos que practican el fraude en cantidades realmente importantes y difíciles de ocultar sin la interesada desidia del poder político (por no decir complicidad, que seguramente le cuadre mejor).
Cuando los poderes públicos miran hacia otro lado, eso es política sumergida. No hace falta ir a Salamanca para saber que una ofensiva en serio contra los grandes defraudadores afectaría a personas influyentes y a grandes poderes financieros, por mucho que se quiera identificar el problema con el fontanero que cobra sin recibo, el comercio electrónico o la empleada doméstica que no se retrata en el IRPF.
Sin ir más lejos, bien recientes están los dos últimos planes fletados por el actual Gobierno. Uno a primeros de marzo, “contra el fraude fiscal, la economía sumergida y el trabajo no declarado”, sin que supiésemos antes para qué sirvió el Plan de Prevención del Fraude Fiscal 2005-2009. Y otro a finales de abril, “para el afloramiento de la economía sumergida”, que se limita a perseguir a empresas y trabajadores subsidiados que ignoran a la Seguridad Social, amén de anunciar un espectacular aumento de las inspecciones sin aumentar la plantilla de inspectores.
Parches y más parches que inducen la sospecha de que razones políticas sumergidas bloquean la voluntad de acabar con un problema que, mire usted por donde, es uno de los tres estabilizadores sociales que impiden el ruido de cacerolas en una España con casi cinco millones de parados (cobertura familiar y subsidios públicos son las otras dos). Pero no es ningún consuelo.
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