Por Antonio Casado
Publicado por El Confidencial (08/06/2011)
Aparecen los primeros síntomas de disgregación entre los indignados que acampan en las glorietas de España. En las muy mermadas “asambleas” ya no se discute sobre política de becas, reforma de la ley electoral o referéndum monarquía-república, sino sobre el modo de poner fin a las acampadas sin claudicar. Tratan de encontrar la forma de darle continuidad a la revuelta y me parece bien.
Al tiempo crece otro tipo de indignación. La de quienes desde determinadas posiciones políticas, adivinen cuáles, les afean la conducta y reclaman el desalojo policial. “Acabo de pasar por Sol y el olor era nauseabundo”, decía ayer una señora en la tele, nada partidaria de la movida, mientras que los oficiantes arremetían contra la desidia del Gobierno de Rodríguez Zapatero por su incapacidad de hacer cumplir la ley.
En la crecida parroquia de la derecha los acampados no tienen buena prensa, para qué vamos a engañarnos. Y regalan las excusas, mejor que mejor. Esa es la hazaña de los acampados de Murcia: asaltar un hipermercado y llevarse sin pagar comida para “los más necesitados”. Hazaña frustrada, claro. Entre otras cosas porque los clientes habituales se pusieron del lado de la Policía, como hicieron los intelectuales en la Comuna de Paris.
No es esto, no es esto, que diría un orteguiano. Correcto. Pero tampoco es cosa de endosar la revuelta de los indignados a una especie de infantilismo revolucionario de cercanías. O peor, a “una bacanal de golfos andrajosos movidos por la locura senil de escritores sin talento”, como dice mi amigo Raúl del Pozo al recordar el dictamen de la historia sobre los procesos asamblearios que en el mundo han sido.
El abajo firmante siempre ha sostenido la importancia del aldabonazo que desde el malestar social se inició al grito de “Democracia real, ya” el pasado 15 de mayo. No por el eventual valor programático de una asamblea a la intemperie sino como aviso para navegantes de la vida pública y, más concretamente, de una clase política considerada por la ciudadanía como el tercer problema nacional.
En términos de regeneración del sistema y sus servidores, entre los que sobra opacidad y falta frescura, esa es la semilla que debería crecer en el espíritu y la letra de nuestros gobernantes. Malas noticias al respecto. No es precisamente frescura lo que venden quienes abanderan la lucha por el poder en nombre de sus respectivos grupos políticos. Demasiado toreados, tanto Mariano Rajoy como Pérez Rubalcaba.
Dos políticos que están de vuelta no parecen los más indicados para refundar la democracia. Pero ambos deberían echarse a las alforjas el trasfondo del grito apadrinado por Stephane Hessel y José Luis Sampedro, y proferido por miles de personas en las plazas españolas, así como un pasaje del libro 'El malestar de la vida pública', escrito hace quince años por Victoria Camps, catedrática de Ética. Escribía Camps: “La deslegitimación de los gobiernos no tiene su causa sólo en transgresiones de la ley denunciadas y sentenciadas por los jueces. Es la incoherencia ideológica, el incumplimiento de lo prometido, la inacción política, la omisión de respuestas, lo que desilusiona a los electores y hace cundir el descrédito”.
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