Felipe González es ex presidente del Gobierno español.
En la cena del Consejo Europeo de primavera, me invitaron a anticipar las conclusiones del Grupo de Reflexión sobre el futuro de la Unión Europea. Naturalmente, se trataba de un breve resumen oral sobre el trabajo a punto de terminar del Grupo.
Para situarnos en el contexto, hay que entender que se trataba de aquella reunión, con tintes dramáticos, en la que se abordó a fondo la crisis griega, aunque la decisión sobre un rescate que no admitía dudas ni espera se tomara dos largos meses después.
Era tarde y el ambiente de tensión y cansancio lógicos no ofrecía el mejor escenario para hacer un debate sobre los temas del informe, a pesar de que el arranque del mismo se conectaba, lógicamente, con la crisis. Por eso decidí hacer un resumen que reflejara esa circunstancia y que da título a este artículo.
La crisis del sistema financiero, desencadenada en los países centrales y que arrastró al resto del mundo a una recesión económica global, representa un parteaguas de la historia que delimita la frontera de ganadores y perdedores en este proceso de globalización que estamos viviendo en los últimos 20 años.
A nivel mundial, parece claro el desplazamiento de poder del Occidente hegemónico durante dos siglos a un Oriente emergente, productivo, competitivo, ahorrador. Desplazamiento del Norte al Sur, de los históricos países centrales a los periféricos. El G-20, sustituyendo al G-8 por insuficiente y no representativo de la nueva realidad, es la imagen más visible de la era actual.
De las áreas económicas desarrolladas de la segunda revolución industrial -Japón, Estados Unidos y la Unión Europea de los Quince- hemos pasado a la emergencia con fuerza de China, la India, Brasil y, antes, los tigres asiáticos. Las relaciones de intercambio tradicionales se han alterado profundamente en materias primas, en manufacturas, pero también en acumulación de ahorro en Oriente y de deuda en Occidente.
El mundo cambió con el impulso galopante de la revolución tecnológica, con la deslocalización de inversiones, con nuevas potencias económicas e industriales; se configuró una realidad distinta en la que tenemos la obligación de situarnos para reaccionar si no queremos sufrir una inexorable decadencia y marginalidad.
Japón lleva más de 15 años en una situación de crisis de la que no alcanza a salir. Estados Unidos, a pesar de su flexibilidad y de su potencia tecnológica, hizo una falsa salida de la crisis de 2000, que, sumada a las aventuras bélicas del unilateralismo, terminó en las hipotecas basura, la quiebra de Lehman Brothers y la implosión del sistema financiero, en medio de desequilibrios históricos de la balanza de pagos y comercial.
La Unión Europea se contagió rápidamente, aunque no se admitiera durante meses, de los mismos males de Estados Unidos y entró en recesión. Naturalmente, se han hecho inmensos esfuerzos de rescate, han aumentado los gastos sociales, y sobre todo el desempleo, han aumentado los desequilibrios de las cuentas públicas, etcétera.
La crisis financiera -sistémica y global- es la causa inmediata del desastre, pero han de tenerse en cuenta dos circunstancias: la burbuja especulativa se viene incubando desde hace una década, y esta burbuja implosiona sobre una realidad económica no adaptada a los cambios mundiales inducidos por la revolución tecnológica y la globalización.
Por eso me atrevo a afirmar que la crisis opera como un rompeaguas de la historia, que marcará un antes y un después. Por eso estoy convencido de que debemos reaccionar con medidas anticrisis y conectarlas con las reformas estructurales pendientes desde hace mucho tiempo, como se veía en el diagnóstico de la Agenda de Lisboa 2000-2010.
En relación con la crisis, dejando para otra ocasión las reformas estructurales que hay que conectar con las medidas inmediatas, recordaba en esa cena del Consejo a la que me he referido que eran imprescindibles tres actuaciones.
La primera relacionada con las políticas anticíclicas necesarias, como está haciendo Estados Unidos, hasta que la inversión privada no garantice un despegue autónomo. Se ha decidido una política de ajuste generalizada, afectando a todos los países de la Unión y el panorama de salida sigue siendo incierto. Naturalmente, ha de entenderse que algunos Estados de la Unión Europea han agotado sus márgenes de maniobra para las medidas anticíclicas y tienen que ajustarse. Pero en el espacio compartido de la Unión existen instrumentos como el Fondo Europeo de Inversiones y el Banco Europeo de Inversiones que pueden alentar la inversión. Además, no todos los Estados están en la misma situación y era de esperar que algunos, como Alemania, con margen de maniobra suficiente, tiraran del carro. La inquietud del otro lado del Atlántico por el severo ajuste europeo es comprensible. Tienen claro que la prioridad es el crecimiento y el empleo.
La segunda se refiere a la gobernanza económica de la Unión Europea. En este terreno, sus líderes, así como sus instituciones, están dando pasos en la dirección adecuada. Los choques asimétricos provocados por la crisis financiera en el espacio de un mercado único, y de una sola moneda, con distintas políticas económicas eran completamente previsibles. Ni el euro ni el Pacto de Estabilidad y Crecimiento están en la base de estos problemas. Pero no son suficientes para garantizar la convergencia. Por eso hay que vigilar las pérdidas de competitividad y los desequilibrios en las balanzas de pago, con estímulos y penalizaciones, para cumplir objetivos. Es imprescindible para mantener las ventajas del mercado interior y de la moneda. Se necesitan mecanismos de alerta para vigilar las divergencias de las economías de los distintos Estados de la Unión. En definitiva, concebimos una Unión Económica y Monetaria y hemos desarrollado solo una Unión Monetaria.
La tercera de las propuestas tiene que ver con la reforma, imprescindible, del sistema financiero si queremos evitar que ya, antes de salir de esta crisis, estemos incubando la siguiente, a cuyo rescate no podremos acudir. Nada sustancial ha cambiado en el comportamiento real de las entidades financieras, salvo para cortar créditos a la economía productiva. Sería deseable que la reforma se operara a nivel mundial a través del G-20, pero entretanto, y en todo caso, es imprescindible que la Unión tenga sus propias normas regulatorias comunes con sus mecanismos de control y vigilancia. Para hacer esto, Estados Unidos y la Unión Europea, a los que se ve como responsables del problema, tienen la obligación de acordar una reforma y proponerla para su consideración al G-20, como el embrión de la gobernanza económica y financiera que el mundo actual necesita.
Conectadas con estas medidas anticrisis, necesitamos reconstruir una economía social de mercado, sostenible y con un alto nivel de competitividad en la nueva realidad global. Hablar de un modelo que parece ser el nuestro como aspiración puede verse como una paradoja, aunque no lo sea, porque en lo que estamos es en una economía financiera de casino, más especulativa que real, y para colmo sin reglas que la hagan previsible.
La UE puede salir de la crisis, pero tiene que actuar ya, sin caer en la tentación de los que proponen volver a la "senda de la prosperidad perdida", porque esa senda ya sabemos a qué conduce. Hay que hacerlo para preservar nuestro modelo de cohesión social y nuestras aspiraciones de sostenibilidad medioambiental, enfrentando con decisión las reformas estructurales pendientes, desde la formación de capital humano hasta la demografía, pasando por la energía y otras. A ellas dedicaré el siguiente análisis.
Por hoy, baste recordar que este rincón de Eurasia, pequeño y superpoblado, que ha tenido mucho éxito en el pasado, no puede ni debe aceptar convertirse en rincón irrelevante o marginal en la nueva realidad global.
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