Publicado en El País, 10 de septiembre de 2010
He propuesto que los intelectuales y los pensadores políticos consideren de ahora en adelante que estamos abordando una era posoccidental. Y esto por oposición a la era denominada "posmodernista", a menudo fiel al pensamiento de Heidegger. El posmodernismo reciente consiste en una resistencia, vigilante y recelosa, de todas las agresiones que se supone suscita el progreso de las tecnologías y las ciencias programáticas. Especialmente, a causa de la apología de la velocidad, contra los valores reflexivos del respeto, el silencio, la soledad, la lentitud, el escrúpulo y la discreción.
El posmodernismo, pese a la acritud con la que ha sido discutido, encontró primero su legitimidad en la fórmula expresada por Camus al final de su discurso de Suecia, durante la ceremonia de entrega del Premio Nobel. Camus estimaba que para su generación lo importante era conservar el mundo, más que reformarlo.
A partir de esta concepción, todas las variantes de pensamientos y comportamientos han sido concebidas apuntando hacia una especie de progresismo reaccionario, o de reacción reformista.
¿Cómo llegamos a eso? Como decía Michel Foucault, "el intelectual europeo -y yo añadiría occidental- siempre ha soñado con poder realizar la síntesis entre el sabio griego, el profeta judío y el legislador romano". El primero había aportado la Razón; el segundo, la visión del Mal; y el tercero, el Derecho. Y esto, hasta el tiempo en que se intentó otra síntesis -exitosa- entre la Luz de la aportación crística y las Luces del mensaje revolucionario. Ahora bien, como lamentaba Michel Foucault, en nuestra época, estas síntesis son imposibles de realizar e incluso de concebir. Foucault vislumbraba ya el otoño de Occidente.
Desde todas estas actitudes occidentales, las civilizaciones de los otros continentes no solo eran consideradas mágicas y dignas de una exploración maravillada, sino también contempladas con un irreprimible sentimiento de superioridad. Los viajeros que recorrieron China, la India, Bizancio y el Imperio Otomano dieron fe de lo contrario. El arte de vivir de aquellos países suscitó admiración y envidia. De hecho, fue solo hace dos siglos, es decir, desde el boom de su economía, su desarrollo y sus riquezas, cuando los occidentales se replegaron en un islote de arrogancia en el corazón de los océanos de civilizaciones diferentes, a veces a conquistar y a veces a evangelizar. El posmodernismo podía ser entonces un sueño de esteta ante la belleza de los peligros tecnológicos. Pero aún estábamos en la era occidental.
En este momento, Francia está sufriendo de lleno el final de esa era, con el derrumbamiento de su imperio y la llegada de hombres y mujeres a los que había colonizado y que, en razón de su número, pretenden vivir en comunidades, fieles a la cultura de su país de origen. En 1980, durante la campaña electoral de François Mitterrand a la presidencia de la República, un cartel que representaba un pueblecito al amparo de una iglesia católica cubrió todos los muros. Mitterrand era socialista y, en principio, anticlerical. Hoy, un cartel así no sería posible: sería juzgado agresivo y ofensivo para la fuerte minoría musulmana; cuando, entonces, los protestantes no pusieron objeción alguna.
La era posoccidental anuncia además la presencia de esos chinos, indios y brasileños que le están arrebatando lentamente a Occidente y, por tanto, a Estados Unidos antes que a nadie, la centralidad de una civilización que garantizaba su hegemonía intelectual. He aquí que ahora estadounidenses y europeos, que, juntos, representan menos del 20% de la población mundial, están a punto de verse privados de su superioridad material (si no militar) en nombre de valores que no son los suyos. Occidente descubre que sin el poder ya no encarna el ideal.
Jean Daniel es director de Le Nouvel Observateur. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.
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