Francisco Sosa Wagner es catedrático de Derecho Administrativo y eurodiputado por Unión, Progreso y Democracia (UPyD)
Publicado en El Mundo /23/11/2010
Los funcionarios públicos andaluces están sobre ascuas pues acusan a los políticos de arrimar el ascua a su sardina a la hora de diseñar un modelo de Administración que implicará, a la larga, un personal público de nuevas hechuras. El revuelo parte de la aprobación por el Consejo de Gobierno del Decreto-ley 5/2010 de 27 de julio que contiene medidas urgentes en materia de reordenación del sector público andaluz. Una norma esta que podríamos calificar de «amalgama» con pretensiones jurídicas pues en ella se mezclan las churras de la inestabilidad financiera con las merinas de la dinamización del patrimonio agrario de Andalucía.
¿Qué es lo que llama la atención al lector de este Decreto-ley? Pues, ante todo, el hecho de la forma jurídica seleccionada. Y es que se convendrá conmigo que gobernar por «decreto-ley» es una tentación muy poco democrática que desde luego se aviene mal con aquellos que han hecho bandera ideológica de la «democracia deliberativa» y del republicanismo de Philip Petit. Es verdad que otro irlandés, Oscar Wilde, dejó escrito que lo mejor que podemos hacer con la tentación es caer en ella pero tampoco es necesario seguir a Wilde a pies juntillas en achaques de gobierno. Porque, ¿qué dirá el Petit que sostiene que «el Estado debe exponer continuamente sus decisiones al debate ciudadano» cuando lea la edición del BOJA del pasado 28 de julio? En su próximo viaje por España para evaluar la acomodación de la política española a sus reflexiones, será mejor que se le evite el disgusto de visitar Andalucía, una tierra en la que se traicionan sus postulados más queridos y más sabiamente formulados.
Porque es bien cierto que un decreto ley escamotea el debate y lo escamotea allí donde la democracia se nos presenta en carne mortal, es decir, en el Parlamento. Sólo motivos de urgencia pueden justificar el recurso a esta forma heterodoxa de gobernar, lo que no es el caso pues la propia Exposición de Motivos se ve obligada a razonar pobremente balbuciendo que «en el conjunto, y en cada una de las medidas que se adoptan concurren, por la naturaleza y finalidad de las mismas, las circunstancias de extraordinaria y urgente necesidad que exige el artículo 110 del Estatuto de Autonomía...». A esto se llama en términos del discurso lógico, según recuerdo borrosamente del bachillerato, petición de principio que cobra nueva dimensión cuando se añade que «este proceso de reordenación del sector público persigue no solo una mayor racionalización del gasto sino que además se dirige a incrementar la eficiencia en la prestación de servicios a los ciudadanos y ciudadanas de Andalucía». Se comprenderá que tal afirmación, por su descomprometida vaguedad, se puede aplicar indistintamente a cualquier roto o a cualquier descosido del que sea autor un gobernante. Como lo es la afirmación según la cual «este proceso de racionalización ha de conseguir que el sector público se convierta en un agente económico ágil y cercano a la ciudadanía y al tejido productivo». Quienes ya, ay, peinamos abundantes canas podemos afirmar que los burócratas de los planes de desarrollo de López Rodó no lo hubieran escrito mejor.
No, señores gobernantes andaluces. El Decreto ley 5/2010 contiene un modelo alternativo que extrae del acervo de la tradicional Administración pública un conjunto de funciones y servicios para confiarlos a unas nuevas organizaciones parapúblicas en las que se huele a distancia el guisote de la privacidad. Se puede creer en ellas como mejores y más eficaces, aunque resulta raro cuando se gobierna bajo el pabellón socialdemócrata, pero la apuesta por un cambio de tal magnitud no puede hurtarse a la voluntad popular representada en el Parlamento. Y presentarla en público tapando sus vergüenzas con la escueta hoja de parra de un decreto-ley.
De otro lado, a la vista de su articulado, no se sabe a ciencia cierta qué va a quedar en manos de las tradicionales consejerías, orientadas en el futuro a componer el simple decorado de un escenario más bien inane. Como la ley de Gresham nos enseña que la moneda mala expulsa a la buena, me preocupa que el ejemplo andaluz cunda y, por eso, pienso que sería bueno formular al Tribunal Constitucional la pregunta de si una operación de este calibre envuelta en el endeble celofán de un decreto-ley se ajusta a nuestro orden jurídico. Aunque sus entrañables magistrados contesten según los plazos geológicos que suelen manejar, su respuesta podría acaso evitar males desparramados por las tierras de España.
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