Por Carlos FonsecaPublicado en El Confidencial (18/05/2011)
Jóvenes y no tan jóvenes, estudiantes y parados, se han echado estos días a la calle para protestar por la falta de futuro que los políticos han decidido para ellos. Ya no se resignan. Se han cansado de mensajes vacios que hablan de una recuperación económica que nunca llega ni se traduce en la creación de empleo. Están hartos de la ostentación indecente de salarios, bonus y pensiones millonarias de banqueros y empresarios que reclaman sin pudor sacrificios y austeridad a quienes menos tienen. No están dispuestos a asumir sin más la condición de “generación perdida” que les asignan los gurús económicos que viven de predecir el futuro ajeno. Están indignados, cabreados, cansados de que les tomen el pelo, y lo mejor de todo es que han dejado a un lado la resignación para salir a la calle a pregonarlo.
En octubre del año pasado volcaba en esta columna (Seamos realistas, pidamos lo imposible) mi decepción por la indiferencia con que los trabajadores, en general, y jóvenes, en particular, asumían cifras de paro nunca conocidas y un futuro sombrío, y envidiaba las protestas en Francia contra el retraso de la edad de jubilación de los 60 a los 62 años. ¡Que arda Madrid!, escribía con el deseo de que el ejemplo francés prendiera en nuestro país. Y ha ocurrido.
Las manifestaciones que arrancaron el pasado domingo y han sacado a miles de personas a la calle son un bofetón a una manera de hacer política que ha dado la espalda a los ciudadanos. La campaña electoral en la que estamos inmersos, precedida de una precampaña eterna, es un ejemplo de la política cortoplacista de los dos partidos mayoritarios, embarcados en una carrera de promesas que no van a poder cumplir.
Muchos jóvenes han llegado al convencimiento de que la política ha quedado reducida a una lucha de poder entre PSOE-PP, instalados cómodamente en el bipartidismo del hoy me toca a mí y mañana te toca a ti. Se han desencantado de una clase política que ignora la corrupción propia y denuncia la ajena sin ningún rubor, y que se ha ido alejando de las preocupaciones de la calle para instalarse en la macroeconomía del FMI, el Banco Central Europeo, las agencias de calificación, la Bolsa, el PIB y otros indicadores que a la gente corriente no le resuelven los problemas. Ellos solos han alimentado la desafección ciudadana de la política.
El PP dice que las movilizaciones, que Esperanza Aguirre califica de antisistema, no van con él, que son un ajuste de cuentas de la izquierda desencantada con Zapatero que, además, le beneficia en su estrategia del cuanto peor, mejor. El PSOE asiste temeroso a una “revolución” juvenil que interpreta le restará votos y ha dejado sin efecto el manido ¡que viene la derecha! como último recurso para movilizar a un electorado decepcionado. E IU se frota las manos ante lo que considera un potencial caladero de votos que nunca ha sabido atraer. Se equivocan, porque este movimiento ni obedece ni se identifica con siglas, y aunque los efectos de su protesta perjudiquen a unos más que a otros, las reivindicaciones les conciernen a todos los partidos sin excepción.
Los partidos suelen ignorar la realidad que les incomoda y dejan que este tipo de movilizaciones espontáneas se diluyan en reivindicaciones utópicas, la ausencia de líderes y la inexistencia de una estrategia que vaya más allá de mañana. Por eso es el momento de apoyar este movimiento de la sociedad civil. Los manifestantes no aspiran al poder, sino a cambiar la forma de hacer política en beneficio de una “democracia real” en la que los ciudadanos no seamos “marionetas en manos de políticos y banqueros”. Creen que otro mundo es posible. Son realistas y piden lo imposible; lo quieren todo, y lo quieren ahora. A mí me parece de justicia.
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