Por José L. Lobo
Publicado en El Confidencial (11/05/2011)
Es probable que usted esté harto, incluso más que harto, de los políticos. Pero eso, créame, no le convierte en un antisistema; todo lo más, en un ciudadano/contribuyente/elector muy cabreado. De hecho, el problema que más preocupa a los españoles, tras el paro y la crisis económica, es la clase política, según revela el último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Y motivos para el desencanto, ciertamente, no faltan. Nuestros líderes -y no sólo ellos: la mediocridad es un virus que carcome todos los niveles del entramado político-, lejos de alentar esa primavera democrática imprescindible para regenerar de arriba abajo el sistema, parecen empeñados en ahondar más si cabe la grieta que los aleja de la masa de potenciales votantes.
No a todos, por supuesto. Un militante del PSOE de probada fidelidad a esas siglas e inmune a los bandazos, recortes y sacrificios impuestos por José Luis Rodríguez Zapatero en esta legislatura seguirá votando socialista por mucho que su líder -o precisamente por eso- eche toda la culpa al PP, sin el menor asomo de rubor o la más leve autocrítica -¡hace falta tener cuajo!- de la errática legión de casi cinco millones de parados que se agolpan como zombies en las oficinas de empleo. Y un votante confeso del PP, con tal de arrojar al PSOE al fuego de la oposición, mirará hacia otro lado cuando Mariano Rajoy pase de puntillas, sin mojarse ni arriesgar, sobre la sentencia del Constitucional que abre a Bildu las puertas del 22-M, con el argumento de que quiere centrarse en "los verdaderos problemas de los ciudadanos", como si éstos fueran robots que, desprovistos de principios, ideales y memoria, sólo respondieran a estímulos económicos.
¿Dejaría de votar al PNV un jeltzale de toda la vida después de escuchar al líder de su partido, Iñigo Urkullu, reconocer públicamente que "para favorecer la legalización de Bildu hemos hecho lo posible y lo imposible, hemos hecho cosas que se pueden contar y otras que no", admitiendo implícitamente que se han puesto en práctica inconfesables y oscuras maniobras -¿sobre los jueces del Constitucional?, ¿sobre el Gobierno?- para forzar la ajustada sentencia final? La respuesta, muy probablemente, es no. ¿Será castigado en las urnas Francisco Camps por aceptar regalos de una trama corrupta, adjudicar irregularmente contratos millonarios, mentir públicamente en las Cortes Valencianas y estar a punto de sentarse en el banquillo? Todo lo contrario: por mucho que miles de valencianos se avergüencen de tener a un presidente de la Generalitat bajo sospecha, Camps revalidará con creces el 22-M su ya aplastante mayoría absoluta.
Asqueados de la 'partitocracia'
Pero, ¿qué salida tienen los ciudadanos asqueados de esta partitocracia que tiene poco menos que secuestrada nuestra democracia? ¿Cómo pueden expresar su rechazo a un sistema de partidos endogámico, de listas cerradas, disciplina de voto, adulación al líder, cuentas opacas, corrupción rampante y en el que no siempre encuentran acomodo los más brillantes, sino los más dóciles y serviles con los aparatos? ¿Por qué conformarse con la tibieza de un Rajoy, la estulticia de un Zapatero, la prepotencia de un Francisco Álvarez Cascos o el populismo castizo de una Esperanza Aguirre a la hora de depositar el voto? ¿Por qué resignarse a la abstención -legítima, pero poco comprometida- o a votar con la nariz tapada a un candidato con el único fin de cerrar el paso al candidato rival, tal vez más mediocre y corrupto que aquél?
Leer a José Saramago puede ser un buen antídoto contra la desesperanza para aquellos que, sintiéndose demócratas y queriendo ejercer su derecho al voto, no se ven representados por una clase política de la que, en general, abominan. En un pasaje de su Ensayo sobre la lucidez, el Premio Nobel portugués lanza este afilado dardo: "El sistema democrático tiene una bomba, y la bomba es el voto en blanco. Un cambio democrático puede nacer del uso consciente, muy consciente, del voto en blanco. Eso sería darle un susto, un susto tremendo al sistema electoral. A mí me gustaría que la ciudadanía le diera un susto muy fuerte a la clase política con el voto en blanco. Así se tenga el 80 por ciento de abstención, el sistema seguirá funcionando; pero, ¿qué ocurriría, qué haría un gobierno si se encuentra con un 80 por ciento de votos en blanco?".
Esa es la pregunta: ¿Podría mirar hacia otro lado nuestra clase política y fingir que no ha pasado nada si los ciudadanos le dieran en las urnas un voto de castigo de esa magnitud? ¿Serían capaces los aparatos de los partidos de contener una marea de indignación cívica de tal calibre y seguir guardando bajo siete llaves la reforma de la Ley Electoral? Según nuestro sistema electoral, basado en la fórmula D'Hondt, el voto en blanco se contabiliza como voto válido, pero no computa a la hora del reparto de escaños. Los detractores del voto en blanco sostienen, erróneamente, que esta opción beneficia a los partidos mayoritarios. Nada más lejos de la realidad: si acaso son las formaciones minoritarias las que pueden resultar perjudicadas para pasar el corte del 3% o el 5% de los votos -según los casos- que les dé representación institucional.
En las últimas elecciones celebradas hasta la fecha -las autonómicas catalanas del pasado mes de noviembre-, el voto en blanco alcanzó su máximo histórico, rozando el 3%. Un porcentaje nada desdeñable, pero insuficiente para inquietar a la clase política. Y mucho menos para forzar a los partidos mayoritarios a impulsar una reforma de la Ley Electoral que va en contra de sus intereses tribales: que los votos en blanco se traduzcan en escaños -vacíos, por supuesto- en el Parlamento. Puede parecer una utopía, pero alcanzarla sólo depende de usted. ¿Se atreve?
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