Por Antonio Rubio Merino
Publicado en El Confidencial (25/05/2011)
Atribuyen a un asesor demócrata la frase “es la economía, estúpidos”, con la que trataba de explicar a sus colegas el imparable ascenso de sus rivales republicanos. No me apetece calificar de la misma forma a aquellos que disientan de la opinión que aquí expongo, pero creo que están en un grave error aquellos que califican de meramente “económica” la actual crisis que sufre la sociedad española.
Una crisis económica puede deberse a graves desajustes entre la oferta y la demanda (en España, por ejemplo, la de viviendas), al necesario traslado de inversiones de unos sectores a otros (quizás del inmobiliario y la banca hacia otros más productivos), a factores de competencia externa (España ha perdido un 30% de productividad respecto a Alemania en la última década) y a otras muchas circunstancias.
España es un país bastante ineficiente en comparación con las economías con las que le gusta, no obstante, compararse, así que necesita que el PIB crezca más del 2,2% anual para generar empleo. Como ninguna estadística augura que eso ocurra en los próximos cinco años, la situación que sufrimos -de bajo crecimiento económico con alto desempleo- ha llegado para quedarse. Nos encontramos pues en medio de una importante crisis económica.
Pero la gravedad de nuestra crisis no viene determinada por esos factores económicos, medibles y objetivos. En mi opinión, se trata de algo mucho más grave. La crisis española es muy profunda, es generacional, y es esencialmente de naturaleza moral. Se viene gestando quizás desde hace más dos décadas. Y se resume en que España se ha convertido en un país en el que se desprecia el esfuerzo. Se desprecia en todas las acepciones de la palabra. No se aprecia el valor humano y moral del esforzarse, de mejorar, de sacrificar beneficios inmediatos por otros futuros, mayores. Y se estigmatiza personalmente al que se esfuerza, con la despectiva descalificación al comienzo de la competición, con la condena y cuestionamiento al derecho al premio, una vez que la carrera termina.
Dicen preocupados muchos jóvenes que puede que ellos sean la primera generación de españoles que vive peor que sus padres. También puede que sea la primera generación de españoles que se esfuerza menos, desaprovechando una mejor infraestructura, que la generación anterior. Y si eso es así, el hecho de que la siguiente generación viva peor que la anterior es simplemente un acto de justicia.
Derechos frente a obligaciones
Decía Maimónides que una persona sólo puede desarrollarse equilibradamente en una sociedad en que estén proporcionados derechos y obligaciones. Durante el último cuarto de siglo los sistemas educativos, los medios de comunicación, los “valores” dominantes han hablado hasta el cansancio de derechos -al trabajo, a una vivienda, a viajar, a calidad de vida, etc.- sin tener en cuenta las obligaciones. Más aún, sin considerar el dato real elemental: que todo bien necesita del trabajo de alguien para ser producido. Y que consumir sin producir, derechos sin obligaciones, es la peor de las tiranías: se llama ‘esclavitud’ para el que la sufre, para el que ha de trabajar para beneficio de otros que no lo quieren hacer personalmente, pero sí desean los frutos del trabajo ajeno.
El dinero para sufragar esos “derechos” no viene del aire. Viene de los impuestos que pagan los que producen. Viene, en el caso de esas transferencias desde los complacientes u oprimidos papás a los exigentes hijos, del trabajo de unos padres, de sus ahorros y su esfuerzo, que la nueva generación dilata indefinidamente en el tiempo comenzar a su vez a producir para compensar o reponer.
¿Se han parado a pensar los jóvenes “indignados” en quién va a pagar sus “derechos”? ¿Han considerado si ellos están cumpliendo con sus obligaciones? ¿Saben acaso qué significa esa palabra?
Mucho me temo que no. Saben qué significa “vivir su propia vida” -o eso creen, porque sólo se puede vivir una vida “propia” si uno corre con sus gastos-, “no ser un esclavo de ocho a tres”, “tener un trabajo que me guste y poder dedicarme también a mis aficiones”, etc.
Pues bien queridos, la vida no es así. La realidad no es así. Gracias a Dios, el que se esfuerza recibe un premio. Y el que no, un castigo. El esfuerzo de la generación de la posguerra produjo un país con una clase media que supo del sacrificio, pero también de la satisfacción, de ir adquiriendo un coche, un piso, un teléfono, un televisor, un local comercial o un apartamento. Poco a poco, con ahorro, con tesón, con renuncias…y con premios.
Una generación que dilata hasta los treinta el emanciparse de sus padres, el buscar un trabajo y que cuando llega a las puertas de éste sus primeras preguntas son acerca de salarios, horarios y vacaciones… ¿por qué razón piensa que la realidad va a premiar su holgazanería? La naturaleza no es así y es implacable con las cigarras cuando llega el invierno.
Evidentemente, esta generación de jóvenes, la mejor preparada de la historia de España, tiene en su seno gran cantidad de excelentes profesionales, activos o en potencia aún, trabajadores y abnegados como sus progenitores, con una amplia visión de su país y del resto del mundo. Para ellos, con su esfuerzo y sacrificio, hay un premio esperando. Para los demás… la crisis sólo será una cuestión de justicia.
Comencemos por hablar claro a nuestros hijos: hay que comenzar a esforzarse más y quejarse menos. Hay que cumplir con nuestros deberes, para poder reclamar nuestros derechos. Si decir esto es un escándalo en la España de hoy, concluiremos pues que estamos dentro de una inmensa crisis moral. Y sólo superándola venceremos a la crisis económica.
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