Por Jose Antonio Zarzalejos
Publicado en El Confidencial (26/12/2010)
Todos éramos conscientes de que la llamada cuestión nacional -es decir, la integración sin reticencias de Cataluña y el País Vasco en la España democrática- no estaba resuelta definitivamente con la Constitución de 1978 por la torpe política del “café para todos”. La distinción entre nacionalidades y regiones no tuvo reflejo posterior en la asimetría que esa diferencia exigía en los grados de autogobierno de unas y de otras, a salvo de la peculiarísima financiación paccionada de los territorios forales vascos y de Navarra. Someter a Cataluña a un régimen común en materia financiera y competencial fue un grave error de juicio al que el PSC y el PSOE han pretendido poner un remedio que ha agravado la enfermedad. El Estatuto de 2006, que sustituyó al muy satisfactorio de Sau, nació de forma distócica de dos apreciaciones erróneas de Rodríguez Zapatero. La primera: las Cortes Generales aceptarían el proyecto que remitiese a Madrid el Parlamento catalán. La segunda: la suposición, hecha en el Senado por el presidente del Gobierno, de que el concepto nacional de España era “discutido y discutible”.
La izquierda catalana valoró el compromiso de Zapatero y su frágil creencia en la unidad de la Nación española como una habilitación política para, desde el Ejecutivo tripartito comandado por Pasqual Maragall, dar un paso de gigante, dotar a Cataluña de poder soberanista y, al tiempo sustituir de una vez la hegemonía del nacionalismo moderado representado por CiU. Como luego acreditó el Tribunal Constitucional en una sentencia tardía que no pudo aunar el criterio unánime de sus magistrados, el Estatuto catalán, refrendado por un porcentaje decepcionante de ciudadanos, propiciaba en realidad una reforma de la Constitución en la medida en que alteraba el contenido material de aspectos constituyentes esenciales como el propio concepto nacional –en cuanto que la nación es el recipiente constitucional de la soberanía-, la unicidad del Poder Judicial como poder exclusivo del Estado, la auto atribución de competencias estatales y un tratamiento de la lengua catalana preferencial que chocaba con la cooficialidad del castellano.
No sólo el PSC y sus socios -ERC e ICV- elaboraron un texto con un voluntarismo político que marginaba la letra y el espíritu de la Constitución, sino que el propio PSOE y el Gobierno dieron curso a un texto estatutario que, además de provocar una batalla que ha dejado exhausto y seriamente tocado al Tribunal Constitucional, ha servido para reabrir con virulencia la cuestión nacional en Cataluña. Porque el desmoche del Estatuto de 2006 ha generado un sentimiento de frustración y agravio en todo el catalanismo político muy difícil de reparar. No sólo eso: al haber protagonizado la izquierda catalana este envite identitario en plena crisis económica, su electorado no ha entendido el sistema de prioridades de un Ejecutivo al que retiró clamorosamente su confianza el pasado 28 de Noviembre, entregando la gestión -la económica y la identitaria- a Convergecia i Unió después de dos legislaturas con un tripartito de izquierda excéntrico, contradictorio y aventurero.
Cataluña no es hermética y unánime -está muy lejos de serlo- en su percepción nacionalista. En un trabajo de análisis encomiable, Carles Castro ha examinado los números electorales en La Vanguardia del pasado 19 de diciembre, alcanzando interesantes conclusiones. Las más importantes son que el nacionalismo se ha dispersado y cedido casi 70.000 electores en los últimos quince años seguramente, dice, en beneficio del centro derecha españolista, a través de sus marcas, PP y Ciudadanos; que desde 1995 se ha producido una desintegración de la izquierda que ha perdido en estos tres lustros hasta 300.000 electores, un tercio de los cuales podría haberse refugiado en la abstención, afirmando Castro que el destino de los otros 200.000 sufragios “es un misterio”, aunque sea constatable el crecimiento del voto en blanco y el nulo. Si la comparación electoral se produce entre 1999 y 2010, el desastre de la izquierda catalana sería “apocalíptico” con una perdida superior al medio millón de votos que se han fugado al independentismo, al españolismo y al voto protesta (PxC). En definitiva, Cataluña está lejos de ser unívoca. Por el contrario: reúne en su Parlamento nada menos que hasta siete fuerzas políticas lo que implica también una fragmentación social muy relevante.
Aunque este panorama sea así de plural -y pese a que el españolismo haya adelantado posiciones después de la crisis del Estatuto- es lo cierto que el catalanismo sigue siendo una percepción muy transversal que comparte, con grados y matices de distintas intensidades, una afirmación de Cataluña como nación en función de especificidades que no se producen en otros territorios: historia institucional, lengua, cultura, singularidad de su entramado económico y, especialmente, una voluntad reactualizada de su electorado de poner en manos catalanistas la gestión del autogobierno. Tenemos, en consecuencia, una suerte de Quebec a la española, esto es, una nacionalidad que reivindica -lo acaba de hacer Artur Mas, nuevo presidente de la Generalitat- el “derecho a decidir” en el contexto de una “transición nacional catalana” distinta a la del resto de España con la que quiere alcanzar “un Pacto fiscal” como expresión de esa voluntad explícita. Palabras que fueron precedidas por las de la moderada presidenta del Parlamento catalán, Núria de Gispert, al sostener que “nunca nadie ha apagado la llama de la catalanidad y la voluntad de ser un pueblo libre y una nación plena”.
La legislatura del seny
Los nacionalistas catalanes -que gobernaron con Pujol durante veintitrés años- nunca reclamaron un nuevo Estatuto como hizo el PSC. Siempre se mostraron más pragmático, más polisémicos en sus propuestas de futuro, más atemperados en los plazos y los ritmos y más pactistas. De ahí que la propia Núria de Gispert dijese también algo sustancial en su primer discurso como presidenta del Parlamento: “Que Catalunya sea en adelante reconocida como nación tiene poca importancia; siéndolo intensamente, lo será más que afirmándolo entusiásticamente”. Se ha escrito que la que acaba de inaugurar Artur Mas y CiU es la “legislatura del seny” y seguramente será así porque los planteamientos moderantistas de la federación nacionalista aspiran a amalgamar la superación de la crisis económica con una mejor acomodación nacional de Catalunya. Como ocurre en el diferendo canadiense de Quebec que se expresa con una extraordinaria racionalidad política.
Una de las herencias de Rodríguez Zapatero es haber descalabrado el difícil equilibrio entre Cataluña y el resto de España con la promulgación de un innecesario Estatuto que tocaba fibras sensibles de la cimentación constitucional de España. La recomposición de ese desarreglo se ha llevado por delante buena parte del mermado patrimonio de credibilidad que atesoraba el Tribunal Constitucional estigmatizado ahora como una instancia de garantías constitucionales que ha defraudado las expectativas catalanistas. El poder de CiU para modular el futuro de Cataluña y su relación con el resto de España es amplio y solvente. Los nacionalistas serán los interlocutores de una derecha española -difícil que el próximo Gobierno no lo presida Mariano Rajoy- que ha de demostrar capacidad estadista y renovadora, sintonizando con mayorías sociales amplias, manteniendo los asuntos de principio -que no son muchos pero si indeclinables- con la flexibilidad y el equilibrio político que reclama la cuestión nacional española.
La historia, siempre aleccionadora, advierte que no hay soluciones definitivas sino un continuo político de transacción y acuerdos enmarcados en las líneas rojas que no han de sobrepasarse. No es un drama sino una realidad que hay que afrontar la emergencia renovada de una Cataluña que se parece más a Quebec en sus planteamientos que a cualquier otro ejemplo internacional. Y si Canadá ha sabido mantener su integridad desafiándose a sí misma con varios referendos soberanistas en aquella región, España no debería asustarse de su propia realidad siempre y cuando desde Barcelona y Madrid se obre con plena y lúcida responsabilidad de lo que todos nos estamos jugando.
Después de la piqueta del tripartito catalán, de la indolencia del Gobierno central, de las contradicciones del PSOE y de complicidades oportunistas -que han puesto en jaque la Constitución y lesionado al Tribunal Constitucional- llega el tiempo de la restauración de la confianza perdida. Los catalanes dirían que es el momento del “seny”; los que no lo somos, afirmaríamos que es la ocasión para la templanza y las ideas claras: la España plural no es la España centrífuga y desordenada, insolidaria y abusiva, prejuiciada y confrontada, sino el recipiente histórico de una sociedad con una decisión íntima de que la clase política se muestre a la altura de nuestras aspiraciones comunes. Quizás sea mucho pedir en tiempos de aborrecimiento a la casta que representan los gestores de los asuntos públicos, pero es necesario perseverar en la reclamación hasta que los mudos hablen y los sordos oigan.
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