Por Jorge Moruno Dazi, sociólogo.
Publicado en El Confidencial (29/12/2010)
La oleada de manifestaciones y protestas que han estallado en distintos países de Europa, indican una posible escalada del conflicto social en el corto y medio plazo; la nueva década se inaugura con un nuevo ciclo de luchas del que todavía no se pueden sacar conclusiones certeras, aunque no parece que vayan a mermar. Con la dureza de los enfrentamientos de la juventud griega siempre como telón de fondo, encontramos protestas en Francia contra la subida de edad de jubilación, en Inglaterra contra la subida de tasas en la Universidad Pública y ahora golpean con dureza en Italia contra la reforma universitaria Gelmini, aprovechando la moción de censura al presidente Berlusconi.
En todas las luchas que están comenzando a cobrar fuerza a lo largo de Europa, encontramos elementos comunes más allá de las particularidades locales y nacionales: la defensa de lo público, del ejercicio del derecho colectivo que blinde el acceso a todos los recursos -desde la sanidad hasta el conocimiento-, que componen el patrimonio común de la población. La ciudadanía muestra así su heterogéneo rechazo en las calles, entendiendo que lo público está siendo objeto de cercamiento y mercantilización para beneficio privado, en detrimento de las condiciones de vida de gran parte de la población.
Entonces, ¿quiénes son hoy, en el siglo XXI, “la parte, sin parte” que está saliendo a las calles de Roma, Londres o Atenas? La respuesta difícilmente se puede reducir a la clásica retórica del movimiento y la clase obrera basada en su centralidad indiscutible en los procesos productivos. Ahora en cambio, además de la fuerza de trabajo industrial se suman toda una multitud de sujetos que no sólo utilizan la fuerza física, sino sobre todo su capacidad mental, las habilidades sociales o los afectos. Compuesta entre otros, por estudiantes, becarios, trabajadores precarios, parados, mujeres, ecologistas, migrantes, subcontratados y todo el amplio abanico de lo que en Italia ya han bautizado como el precariado metropolitano.
No es casualidad, por lo tanto, que sean los universitarios y estudiantes la punta de lanza de las expresiones más disruptivas y radicalizadas. Recordemos que en las últimas huelgas francesas -y antes contra el llamado Contrato de Primer Empleo CPE-, Sarkozy temía por encima de todo la extensión del movimiento a los estudiantes y jóvenes de la banlieue. Atravesados por su posición crucial en la producción inmaterial y manejo del conocimiento, sus funciones y recursos cognitivos, son hoy la materia prima central del modelo productivo que se abre camino en la sociedad de la información y las redes digitales. Igualmente, el estudiantil es un sector que todavía goza de bastante autonomía a la hora de movilizarse y alberga la capacidad de paralizar “la fábrica” con bastante facilidad. Esta es la razón fundamental del ímpetu empresarial en borrar las fronteras entre educación y mercado bajo la ecuación Universidad-Sociedad y disciplinar al estudiante como un trabajador con aspecto de cliente.
Las nuevas protestas, condicionadas por la propia composición de una nueva fuerza de trabajo europea fragmentada y explotada mentalmente, adoptan posiciones antagonistas con facilidad. Se percibe un salto cualitativo entre las clásicas demandas sindicales institucionalizadas por la mejora del salario real y la forma huracanada de una multitud desencantada con el modelo representativo, que es incapaz de asegurar a todas las personas el título de ciudadanía como antaño. Cada una de estas manifestaciones desnuda en su complejidad la naturaleza parasitaria que ejerce un mercado ansioso y caótico sobre la producción vitalmente generada por el cuerpo social. Toda una nueva generación comienza a cuestionarse la posibilidad de reproducir el relato de vida construido por sus padres cuando observa como su futuro ha tomado el semblante de un horizonte desolado por la precariedad. Su expresión desenfocada y existencial es difundida rápidamente como estrías por toda la ciudad, operando como un enjambre sin centro definido que rompe con la clásica dialéctica salarial entre trabajo y capital.
A primera vista todo parece indicar que a nuestros jóvenes -y mayores-, estos episodios que protagonizan los estudiantes en Europa les resultan ajenos a su realidad más cotidiana. No parece importar que nuestros niveles de precariedad, temporalidad, paro, capacidad de acceso a la vivienda y ausencia de perspectivas de futuro, sean incluso más altos que los de algunos de nuestros conciudadanos europeos. Entonces, ¿cómo es que todavía la conflictividad social no se convierte en una constante en las calles, los medios de comunicación, los debates y discusiones populares? Solemos encontrar respuestas de distinto tipo, que abarcan desde la crítica a una juventud que se refugia en el alcohol y la fiesta como método de evasión, hasta el cuestionamiento de la existencia de la propia precariedad de unos jóvenes que todavía sienten el abrigo de las redes familiares.
Es decir, las dos grandes razones que vendrían a explicar la inactividad de una juventud abocada a la incertidumbre se deben, por un lado, a una profunda despolitización y huida de todo lo relacionado con el implicarse en la protesta política; y, en segundo lugar, a la seguridad del régimen de bienestar familiar que todavía hace las veces de colchón y malla contra la exclusión social. Según los últimos datos disponibles sobre la actividad social de la juventud, se desmiente en parte la primera afirmación, aunque si bien es cierto que la mayoría de organizaciones en las que participa la juventud son de carácter caritativo, tipo ONG y no tanto movimientos políticos. En segundo lugar, la construcción cultural familiar no dista mucho del ejemplo italiano, donde los más allegados también cumplen un papel fundamental como mecanismo que mitiga la exclusión social. Entonces, si en términos objetivos tanto en el carácter socioeconómico como en el cultural, así como en los niveles de economía sumergida, no hay mucha distancia del caso italiano, ¿qué otras explicaciones cabría destacar?
Principalmente dos: la organización y el acontecimiento. La primera es fácil de explicar: en Italia existe una larga tradición de organización, trasladada de generación en generación, que combina muy bien la elaboración teórica con la práctica política combativa. No es casualidad que miles de jóvenes se presenten como un cuerpo disciplinado ataviados con cascos y escudos en forma de libro -el book block-, anunciando públicamente que su intención era llegar hasta un Senado señalado como ilegitimo a ojos de la ciudadanía. En segundo lugar, siempre se necesita de una apertura en la estructura de oportunidad política, es decir, un hecho, un acontecimiento que abra la posibilidad de incorporar demandas en la agenda política oficial.
Hacer coincidir en Roma las protestas estudiantiles, junto con los afectados por el terremoto de l`Aquila, los sindicatos del metal y un largo etcétera de actores justo en el momento en que se votaba la moción de censura a Berlusconi, supuso el momento idóneo para lanzar una inteligente apuesta política. En nuestro caso, todavía no se han dado ninguna de las dos condiciones que hacen posible el protagonismo social de los no representados. En España no existe una cultura organizativa tan profunda como en el caso italiano y, por ahora, no se ha generado un acontecimiento que haga estallar las contradicciones latentes antes descritas. Pero la realidad nunca está escrita y como afirma el filósofo esloveno Slavoj Zizek, la política es el arte de lo imposible, por lo que nunca se deben descartar hipótesis ni postales en nuestras calles como las de los enfrentamientos en Roma. La nueva década se inaugura con protestas que amenazan con extenderse e intensificarse, por lo que no nos debería extrañar, sí de aquí en un tiempo aparecen lemas como el de los estudiantes italianos: “Nos habéis quitado demasiado, ahora lo queremos todo”
*Jorge Moruno Danzi es sociólogo.
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