Por Jordi Sevilla, ex-ministro
Hay cosas que sólo pueden hacer los políticos a través de las instituciones públicas, y cuando no las hacen, la sociedad se resiente al quedarse por debajo del desarrollo posible. Pues bien, en España, estamos muy cerca de experimentar un bloqueo político institucional que afectaría de manera negativa a nuestras perspectivas de crecimiento, creación de empleo y bienestar colectivo.
No hablo de una cuestión que pueda resolverse mediante un cambio de Gobierno o, incluso, de partido en el Gobierno, sino de problemas varados por la contradicción entre un sistema constitucional diseñado para el acuerdo sobre cuestiones básicas y una lógica partidista -en los dos grandes partidos- que basa sus expectativas electorales en abrir abismos de confrontación sistemática, a menudo más ficticios que reales.
Entiendo por bloqueo un mal funcionamiento de las instituciones inducido por un atasco en las relaciones político partidistas, con el resultado de paralizar decisiones privadas básicas para el buen desempeño del país. Hay muchos países que han pasado, en épocas recientes, por sistemas políticos bloqueados: Italia, Japón, Holanda… En estos casos, el atasco de las decisiones políticas suele provenir de la incapacidad de sus políticos, de una corrupción generalizada o por falta de adecuación entre los intereses electorales de sus líderes políticos y las necesidades generales del país.
Algunos datos, reiterados por todas las encuestas, refuerzan esta hipótesis para España: que los políticos son vistos como el tercer gran problema del país; que existe una crisis de liderazgo cuando los principales responsables, tanto del Gobierno como de la oposición, concitan muchos más rechazos que adhesiones, incluso por parte de aquellos que reconocen ser votantes suyos, y que el descontento con el Gobierno se acompaña de una decepción, también, con la oposición, lo que introduce al sistema en un cul de sac.
Los ciudadanos parecen estar diciendo que se han dado cuenta de que sus políticos no sólo carecen de interés en garantizar el normal y adecuado funcionamiento de las instituciones constitucionales, o que se esfuerzan demasiado en forzar peleas constantes y continuas sobre todos los asuntos posibles, sino que tampoco muestran predisposición a impulsar reformas estructurales imprescindibles como la de la Justicia, la educación, el sistema energético o la sanidad cuando sin estas reformas, necesariamente pactadas, las posibilidades de mejora colectiva del país quedan seriamente mermadas.
En situación normal, la ausencia de voluntad o de ambición para impulsar este tipo de reformas ya sería objeto de legítimo reproche entre los ciudadanos. Pero todavía más cuando no vivimos una situación normal, sino la mayor crisis económica de la Democracia, que amenaza con arrastrarse durante demasiado tiempo en forma de pérdida de oportunidades y paro estructural.
En estas horas difíciles, anteponer los intereses electorales de partido, tal y como los entienden sus dirigentes actuales, a los generales del país, es lo que convierte a la clase política española en un problema, y percibido como tal por los ciudadanos.
Por poner un ejemplo claro, los graves problemas que hemos vivido en los últimos meses por culpa de las incertidumbres en los mercados financieros internacionales respecto a la solvencia de España, y que han afectado de manera tan negativa a la financiación de la deuda pública y privada, se hubieran paliado mucho de haber existido un gran pacto nacional de lucha contra la crisis y por la recuperación de la economía, articulado en torno a un conjunto de medidas y reformas comprometidas y aprobadas por, al menos, los dos grandes partidos nacionales del país.
De haberse conseguido esto, tal vez no hubiera hecho falta congelar las pensiones o recortar, tanto, la inversión pública, estando más próximas las previsiones de un crecimiento cercano al potencial.
Desde este punto de vista, la ausencia de un acuerdo entre partidos e instituciones está perjudicando nuestro desempeño económico a corto plazo. Pero también a medio y largo cuando vemos cómo se eternizan reformas dinamizadoras como las de la Justicia, la universidad, el sistema autonómico o las políticas de innovación y formación que ningún Gobierno, por sí solo, puede sacar adelante y que tan decisivas son para el desarrollo del país, pero en las que la sociedad civil no puede sustituir a la iniciativa pública. Así es como la dinámica social, las capacidades individuales y los potenciales colectivos se ven bloqueados por ausencia de impulso reformista proveniente del sector político institucional.
La verdad es que empezamos a apercibir los problemas generados por un mundo en el que los problemas se sitúan a escala global mientras seguimos buscando las soluciones dentro del viejo ámbito de los estados-nación, más o menos coordinados por instituciones informales como el G-20 o insuficientes como la UE.
Pero de lo que hablo es del problema adicional que plantea una estructura política nacional que no está a la altura de las necesidades y posibilidades del país, porque el exceso de partidismo mal entendido pone en riesgo el potencial de desarrollo endógeno. Entonces es cuando la incertidumbre y el pesimismo se instalan en la sociedad, trasladando el resentimiento frente a los políticos y a la política en desafección respecto a las instituciones democráticas abonando el terreno para la aparición de populismos autoritarios de todo tipo. También de esto hay amplia experiencia histórica en multitud de países, incluso actuales.
A veces, la sociedad civil es tan fuerte y las condiciones del momento tan especiales que el bloqueo político no tiene apenas repercusión negativa sobre el desempeño económico. Se produce una especie de dualización según la cual la vida política transcurre por un lado mientras que la económica, social y cultural lo hace por otro. Pero en otros momentos o en otros países con mayor dependencia por parte de sus organizaciones privadas respecto a decisiones públicas, el bloqueo de las reformas de instituciones y de políticas básicas repercute en una merma apreciable de su desenvolvimiento económico y social. Entonces es cuando los políticos son percibidos como parte del problema, al no verlos como parte de la solución. Así estamos y así nos va.
Jordi Sevilla expone con toda claridad y crudeza nuestra situación como pais. La pena es que no lo viera asi cuando estaba en el Gobierno, y si lo veia, no fuera capaz de decirlo y luchar por corregirlo. Es muy probable que esa fuera la causa de su salida del Gobierno, pero siendo un asunto tan grave, ¿como ha esperado tanto tiempo? ¿tienen ahora algun efecto sus palabras?¿por que no habla Solbes y otros socialistas que en privado dicen estas mismas cosas? Luego quieren que creamos en los politicos...Si no se unen quienes todavia conservan un poco de sentido comun, esto no tiene arreglo, vamos al corralito como paso en Argentina. Nos echaran del Euro y seremos otra vez un pais pobre y un pobrre pais.
ResponderEliminarDe la octava potencia industrial ya vamos por la decimocuarta...y bajando.