Por Manuel Muela, publicado en El Confidencial (21/01/2011)
Hace ya cuatro años que España fue expulsada abruptamente del paraíso de los ricos y todavía no se ha digerido la conmoción que ello ha supuesto. Casi nadie, incluyendo a los dirigentes públicos y privados, asume la dimensión de lo ocurrido, pensando todavía que ha sido un accidente grave para subrayar la transitoriedad del problema. Muy pocos creen que tenemos ante nuestros ojos el fracaso de unas estructuras políticas y económicas a todas luces insostenibles. Por eso, estamos asistiendo a un festival de propuestas, basadas muchas de ellas en un voluntarismo casi panglossiano, para ir saliendo del paso, eso sí, cargando la mano en las zonas más débiles de la sociedad. Y en ese festival se habla de forma frívola y vanidosa del rescate de España o de tales o cuales entidades de crédito, sin pararse a pensar que la reiteración de ese discurso arruina, como la carcoma, cualquier posibilidad de restauración del crédito y de la iniciativa.
Hablar del rescate de España no deja de ser un desiderátum y una confesión de impotencia de los españoles y de sus instituciones para hacer los cambios de gestores y de políticas con el fin de ordenar el caos sobrevenido. Eso mismo es aplicable a mucho de lo que se viene diciendo sobre el rescate de nuestras instituciones de crédito: se manejan y publican cifras espectaculares, desde los 30.000 millones de algunos a los 100 o 1.2000 millones de euros de otros, ignorando, o pretendiendo ignorar, que carecemos de crédito y de capacidad para hacer frente de inmediato y en solitario a esas pretendidas necesidades de capital.
Conviene recordar que cuando en los años 2007 y 2008 se produjeron actuaciones enérgicas en muchos países para evitar la quiebra de algunas de sus instituciones de crédito, aquí se proclamó urbi et orbe que eso no iba con nosotros. Puede que hubiera algo de verdad, pero lo que sin duda había era una gran falta de previsión sobre las consecuencias en la realidad económica de los acontecimientos críticos de aquellas fechas. Se dejó pasar la ocasión, en la que España hubiera formado parte de los países que se preocupaban por el vigor y la sanidad de sus entidades de crédito, y todo se centró en actuaciones de carácter legal y reglamentario, adobadas con algunos préstamos del FROB, bastante caros, para ir tirando y para poder afirmar que ya se había hecho la reestructuración del sistema crediticio con un coste irrelevante.
La depresión económica y la desconfianza han seguido avanzando y, por ello, el volumen de activos dañados e improductivos de nuestro sistema crediticio crece en paralelo con la disminución de la actividad: esa ha sido la tónica de los años 2009 y 2010 y es de temer que continúe. Las cuentas son difíciles de cuadrar y los niveles de resistencia se van agotando. Es una realidad penosa y también dramática, producto de errores de gestión y de previsión, que requiere, en mi opinión, actuaciones realistas y prudentes, no más espasmos legislativos ni proclamas apocalípticas.
Ya sabemos que la plaga de la desconfianza en España esta muy extendida y los españoles y sus instituciones deberían dar muestras de vigor y claridad para contrarrestarla. Por eso resulta necesario que, en materia de entidades de crédito, se parta de la convicción de que tenemos un problema, cuya resolución excede a nuestras posibilidades financieras como país y que no hay nada que ganar, al contrario, hay muchísimo que perder si se abandona la prudencia. Decir que se necesitan miles de millones de euros sin saber de dónde van a salir, porque la apelación a los inversores privados en las presentes circunstancias es un brindis al sol, sería recaer en errores anteriores. Prácticamente, ninguna entidad de crédito española tiene posibilidades de pedir capital privado con garantías de éxito.
Si se ha llegado a la conclusión, aunque tardíamente, de que nuestro sistema crediticio necesita sanearse, sin poder contar para ello con un apoyo relevante de la inversión privada, parece justificado que nuestras autoridades, que conocerán el volumen real del problema, negocien con la Unión Monetaria Europea el cómo y la forma de hacerlo. Puede que se este haciendo así y sería una buena noticia. De lo contrario, se plantearía un escenario indeseado de impotencia y de indefensión, que contribuirá, aun más, a levantar los vientos de fronda que se intuyen en el horizonte.
*Manuel Muela es economista.
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