Por Manuel Muela (Presidente del Centro de Investigación y Estudios Republicanos).
Publicado en El Confidencial (14/04/2011)
Hace 80 años, el 14 de abril de 1931, se proclamó en España la Segunda República, que pretendía aglutinar la esperanza de los españoles en un futuro mejor y los deseos de cambios políticos y sociales de una sociedad hastiada de las prácticas corruptas y autoritarias de la monarquía, que se había convertido, con la ayuda inestimable de los partidos dinásticos, en un obstáculo insalvable para el progreso de la nación. Fue un tiempo en el que el arroyuelo murmurante de gentes descontentas se convirtió en ancho río, que anegó los viejos principios de la Restauración. Y lo hizo de forma pacífica y bienintencionada, algo insólito en un país que, por mérito de la Dinastía, arrastraba un siglo de guerras civiles. Pero aquella esperanza se rompió, y la República, cinco años más tarde, desapareció tras una guerra civil atroz, que marcó el destino de España hasta tal punto que todavía hoy andamos a la búsqueda de los principios de libertad política e igualdad, que abanderaron muchos de nuestros compatriotas de 1931.
En los años transcurridos, casi un siglo, los españoles hemos construido un país distinto, aprovechando los ciclos económicos, también políticos, de este largo tiempo: la estratificación social es más equilibrada, con abundancia de clases medias, la economía es diversa, aunque no en la medida de lo deseable, y el bienestar social se ha extendido en función del aumento de los recursos públicos. Todavía no llegamos a los niveles de los vecinos y socios europeos, pero se ha procurado el acercamiento Nuestro país no tiene las aristas de insatisfacción ni los problemas de injusticia y de pobreza de la España de los años 30. Los problemas y las carencias de hoy son otros y, si se trata de buscar alguna similitud, la podemos encontrar en que, además de en una crisis económico-financiera, vivimos inmersos en una aguda crisis político-constitucional que supone un obstáculo, creo que insalvable, para que España salga airosa, a medio plazo, de la postración en que ahora se encuentra.
Resulta complicado sintetizar las causas de la inquietud que nos atenaza, pero, en mi opinión, se pueden subrayar dos: una de orden político, que viene definida por la decadencia del régimen constitucional otorgado en 1978, que se ha demostrado incapaz de restituir a los españoles la libertad política y la educación cívica en grado suficiente para homologarnos con una sociedad moderna y desarrollada; la otra causa es de orden económico y tiene que ver con el fracaso en la construcción de un modelo productivo análogo al de las potencias industriales de la Unión Europea.
La crisis española actual ha puesto de manifiesto no solo que España está mal gobernada, algo que podría subsanarse con relativa facilidad en un orden democrático, sino que el mal gobierno hunde sus raíces en un sistema político aquejado de esclerosis y dominado por las elites de los partidos, que niega las prácticas parlamentarias, de las que presume, y que se obstina en no revisar aquello que ha contribuido al descrédito del Estado. Este se ha convertido en rehén de las organizaciones territoriales y de las apetencias de poder cercanas de los propios miembros de los partidos dominantes. Todos los recursos, no solo los económicos, de que dispone un Estado moderno han sido puestos al servicio de una manera de entender el ejercicio del poder público, que ha empeorado las viejas prácticas caciquiles y clientelares de la Restauración, que se pensó fenecerían con la llamarada de 1931.
Debate sobre el mantenimiento del statu quo
No creo que sea hiperbólico ni sectario señalar que en esta España de la segunda década del siglo XXI se va extendiendo el debate sobre la permanencia de unas estructuras políticas y constitucionales, cada vez más alejadas de la realidad social, en las que prima la defensa de sí mismas, mejor dicho de quienes las poseen y disfrutan, eludiendo la autocrítica y negando a los ciudadanos la posibilidad de opinar, salvo que dicha opinión no traspase los límites de esa dictadura moderna que es lo llamado políticamente correcto: una muestra inmediata de ello es que el país ha sido convocado a unas elecciones municipales y regionales a las que, de antemano, se niega cualquier posibilidad de cambiar el statu quo. Otra cosa será que se consiga. Toda la máquina partidaria y de comunicación trabaja para dar apariencia de normalidad a una consulta que se celebra en un país confuso y desesperanzado, que desconfía profundamente tanto de quienes le dirigen como de los que aspiran a ello.
Desde el punto de vista económico y financiero, la realidad no deja de ser desoladora: nuestro tejido productivo ha sido devastado y el paro y el endeudamiento público y privado son las indeseadas columnas vertebrales de un triste presente y de un azaroso porvenir. Son las consecuencias visibles de una gigantesca especulación, que fue abrazada con entusiasmo desde que España pasó a formar parte de la Unión Europea. No se han sabido digerir y sembrar la bonanza económica y la abundancia de recursos de estas dos décadas; por eso, frente al declive económico y las exigencias de los acreedores, aparecemos inermes y mendicantes, confiando en la benevolencia de nuestro socios europeos, también importantes acreedores, a los que vendemos unas sedicentes reformas, que agudizan la penuria de los débiles y pretenden dilatar el reconocimiento de los errores, que sería la base para encarar las actuaciones de saneamiento y de reestructuración que necesita el país. Se dice, todo es pura imagen, que la tempestad ha pasado y que se acercan tiempos mejores. Nada más falso: solo el terror de la Unión Monetaria ante la magnitud del desastre español hace de momentáneo dique de contención.
Por eso, hoy, que recordamos a otros compatriotas que hace 80 años intentaron sacar a España de la incuria y de la injusticia, nos convendría reflexionar sobre nuestras capacidades y sobre nuestra exigencia ciudadana, para fortalecer la libertad política y proponer con ella los cambios templados y rigurosos, que permitan superar un sistema que se ha adueñado de la voluntad del país en exclusivo beneficio de unas minorías políticas y económicas. Porque hay salida y esperanza, pero no por los caminos empedrados de la corrupción política y de la perversión económica. Se trata, en fin, de realizar las tareas pendientes e inacabadas de nuestra tortuosa historia.
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