Por Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita. Departamento de Estudios Árabes e Islámicos, Universidad Autónoma de Madrid.
Publicado en El Confidencial (26/02/2011)
El término revolución aplicado a los levantamientos populares que se están reproduciendo en el mundo árabe alcanza en Libia su máxima expresión. Al contrario que en Túnez y Egipto, donde las manifestaciones de la población consiguieron derrocar a sus presidentes, las marchas y acciones de protesta de los libios van camino, así lo deseamos, de barrer no sólo al máximo líder de la república, sino todo su sistema. Esto explica que la lucha de los libios esté resultando tan sangrienta y enconada: en Túnez y Egipto ha sido una parte del régimen, que deseaba controlar el poder por otros medios, la que ha sacrificado al líder para salvaguardar su esencia. Para ello han contado con el apoyo de las potencias occidentales, deseosas de minimizar al máximo los daños derivados de la salida de aliados fieles como Zein Ben Ali o Husni Mubarak.
De ahí que, semanas después de expulsados ambos, las gentes de ambos países sigan manifestándose reclamando la salida de todos los remanentes del viejo régimen y la realización de sus proclamas principales: gobierno con caras y mentalidades completamente nuevas; destitución de los altos cargos que siguen representando el viejo sistema; depuración de los servicios de seguridad; textos constitucionales y leyes que aseguren los objetivos primeros de los movimientos populares, sobre todo los de los jóvenes. Y todo porque aquellas revueltas han deparado hasta ahora la marcha de presidentes odiados por su autoritarismo y corrupción, pero poco más. Es cierto que hay un clima de libertad y optimismo inédito en Túnez y Egipto y que la gente siente ahora más que nunca que tiene la posibilidad de incidir de forma decisiva en los acontecimientos. Pero basta reparar en los nombres de los ministros egipcios y tunecinos, el organigrama de los responsables civiles y militares y las medidas adoptadas -que, como mucho, cabe calificar de tímidas-, para percatarse de que la lucha de tunecinos y egipcios, lejos de acabar, apenas si ha comenzado.
En Libia la situación es muy distinta. Aún no sabemos qué tipo de gobierno va a haber ni si las regiones occidentales y orientales (Tripolitania y Cirenaica) van a constituirse en una especie de asociación federal o permanecerán bajo el esquema nacional anterior. Desconocemos también hasta qué punto los intentos oligofrénicos de la familia Gadafi de partir el país en reinos de taifas tribales tendrán algún efecto. Todo ello depende de la rapidez con la que los revolucionarios sean capaces de agruparse y, con la ayuda de las fuerzas del Ejército leales a la población, se embarquen en la marcha decisiva hacia Trípoli, cuyos habitantes tratan de mantenerse en las calles a pesar de las matanzas cometidas por los mercenarios y brigadas especiales fieles al clan Gadafi. Más aun, poniéndonos en el peor de los supuestos, esto es, que los Gadafi aguanten más de la cuenta en su plaza fuerte de Trípoli, la situación política en el país va a experimentar un giro radical, en un sentido plenamente revolucionario. Es una paradoja que un movimiento digno de tal nombre vaya a cambiar, y por la fuerza de la sublevación, todo un régimen que se ha tenido siempre por revolucionario. Más por demagogia y ánimo de propaganda de su líder que por la fuerza de los hechos, por supuesto.
"Hasta el último hombre"
Lo que explica la violencia de la represión y el empecinamiento de la elite gobernante en defenderse ·hasta el último hombre, hasta la última mujer· -como afirmaba el hijo de Gadafi en su primer mensaje-, así como la perseverancia y temeridad de unos manifestantes que salían a la calle a pecho descubierto para encarar a uno de los servicios de seguridad más inclementes de toda África -y ya es decir- es la convicción de unos y otros de que no hay punto medio posible. A la población de Libia, de fracasar, le esperan años de horror y vendettas; al máximo líder y su cuadrilla, la muerte o un exilio improbable en un lugar remoto -nadie, sospechamos, va a atreverse a recibirlo-. Y todo ello se debe, entre otras cosas, a que desde 1969 Muammar Gadafi ha hecho todo lo posible por evitar la aparición de nada que pudiera ser catalogado como ·estado·: ni organismos, ni poderes ni aparato burocrático siquiera, ni una estructura que pudiera servir como intermediario entre los dirigentes y la sociedad, nada. En su lugar, fomentó las llamadas comisiones populares, piedra angular de su programa de acción política (el denominado Libro verde) y el ·poder del pueblo·.
La idea, expresada de forma hosca y superficial en el panfleto citado, pretendía solucionar el problema de la representación y participación del pueblo en las instituciones. A través de un sistema piramidal, desde la base a la cúpula, las decisiones de la gente iban llegando a los congresos populares y de aquí a las instancias superiores, que se encargaban de llevar a cabo la ·voluntad popular·. El proyecto, desde luego, de haberse hecho realidad, habría satisfecho a los promotores de la democracia participativa y quienes critican a la democracia occidental actual por la desvinculación de la mayoría y su marginalización respecto de la toma de decisiones. Pero el problema con Gadafi es que sus discursos, proclamas y teorías han perseguido siempre y únicamente justificar o disimular según los casos su ansia de controlar hasta el más mínimo detalle todo cuanto ocurría en el país. Y camuflar su repugnancia a cualquier tipo de instancia o institución que obstaculizase su propio mecanismo de toma de decisiones. Por ello, las teorías sobre el poder popular se terminaron convirtiendo en un chiste de mal gusto; y el líder, en una entidad que suplantaba al estado, auxiliado por una oligarquía formada preferiblemente por sus hijos y allegados y protegido por un portentoso servicio de seguridad y represión, con mercenarios incluidos, basado en las alianzas familiares y tribales y financiado por los ingresos petrolíferos.
Así, la caída de Gadafi y su entorno sólo puede significar el fin de un régimen que no esconde nada más que la figura siniestra de aquél. Nada parecido a un estado ha de quedar arrasado porque, con toda simpleza, no existía nada que pudiera definirse como tal. Por ello, para enmascarar el personalismo de aquél y dar a entender a la población que la naturaleza del país impedía la construcción de un estado moderno como tal, la retórica del régimen fomentó la idea de que Libia era ante todo un conjunto de tribus y clanes no siempre bien avenidos. Esta imagen no dejaba de ser una invención de este mismo régimen que dijo venir a combatir el tribalismo tras acabar con la monarquía de los Senusi y que luego, sin embargo, se dedicó a fomentarlo hasta su máxima expresión. De muchas maneras: la más nociva, sumiendo en el atraso y el subdesarrollo áreas geográficas habitadas por tribus de poca o ninguna filiación hacia los Gadafi, como la propia Bengazi y alrededores, la segunda ciudad del país, o las zonas de mayoría beréber-amazigh en el oeste. Por fortuna, hasta el momento, el levantamiento popular está evitando la baza tribalista, soslayando las previsiones catastrofistas de los Gadafi de que el país, sin ellos, se convertirá en una trágica farsa tribal.
La respuesta de Occidente
La ausencia de un régimen, de un partido político único, de una cultura de poder o de una elite de burócratas al menos, explica, también, la lentitud con la que estadounidenses y europeos están procesando la crisis libia. Durante los alzamientos populares de Túnez y sobre todo Egipto, unos y otros difirieron su decisión final sobre las demandas populares hasta hallar un interlocutor válido en los regímenes. Los contactos insistentes de Washington con representantes de la cúpula militar egipcia y los regateos sobre los compromisos que éstos debían aportar, contribuyeron a sumir el país en un clima de tensión expectante. En Libia, los intentos de la Unión Europea y Estados Unidos por ·controlar la situación· apenas encuentran eco: al no existir instituciones oficiales verdaderamente efectivas, los únicos interlocutores son los Gadafi y sus colaboradores.
Ni siquiera el ejército, marginado por el régimen, puede asumir este papel. En el seno de la población, la proliferación de comisiones revolucionarias y autogestionadas en las zonas liberadas y la lógica lentitud, en un ambiente semibélico, de las deliberaciones entre los representantes populares, los generales contrarios a Gadafi, los opositores en el exilio y los líderes tribales no permiten contar con un portavoz de quien podamos decir que representa a todos o gran parte de la población. Desde luego, las presiones occidentales ya han dado su fruto y aun de forma confusa y no se sabe en qué medida indistinta los ·revolucionarios· han asegurado el flujo de petróleo en las regiones liberadas.
Se está hablando mucho, por fortuna, en algunos sectores de la opinión pública europea y estadounidense sobre la hipocresía y cinismo de Occidente frente a los regímenes despóticos árabes, muchos de ellos financiados, apoyados y justificados desde aquí. No somos muy optimistas, sin embargo, en cuanto a que los sucesos actuales vayan a convencer a nuestros dirigentes, sectores económicos y opinión pública en general de que lo ético, lo moral e incluso lo beneficioso desde el punto de vista material y empresarial -ya que sólo les interesan los argumentos mercantiles y de rendimiento neto- es apoyar los movimientos de liberación árabes. No hemos visto tendencias islamistas ni regresivas ni abiertamente hostiles a occidente, aun cuando los pueblos árabes tienen fundadas razones para considerar que occidente ha sido uno de los causantes de sus tiranías seculares. No obstante, la cantinela oficial sigue hablando del peligro del islamismo radical, las oleadas de emigrantes incontroladas y la incertidumbre de unos recursos energéticos dejados en manos de la ·turba·.
La conclusión, aunque nuestros dirigentes no se atreven a decirla claramente, es que no nos podemos permitir tales ·revoluciones·; como mucho, cambios controlados que no afecten ni la política exterior de estos países ni las facilidades concedidas a nuestros intereses comerciales. La prioridad, por supuesto, es la estabilidad de, se entiende, nuestras inversiones, empresas y productos importados a bajo coste. Conclusión terrible que pone al descubierto todas nuestras carencias éticas y morales, también nuestra decadencia como proyecto de civilización. Pero, a la par, revela la necesidad de que occidente viva también una revolución de posturas y valores que imponga la idea de que lo rentable es, cuanto menos, no entorpecer ni interferir en la lucha de las gentes árabes en pos de sociedades verdaderamente democráticas; el afán de forjar estados que velen por sus intereses colectivos y traten siempre de asegurar su bienestar. Los suicidas y los radicales son los déspotas árabes que, como Gadafi, han arrasado sus sociedades para amasar fortunas legendarias y acuñar leyendas negras de muerte y destrucción.
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