Por Jose Luis González de Quirós
Publicado en El Confidencial (01/03/2011)
Al menos desde el Goya de los sueños de la razón existe una tradición crítica que subraya la condición disparatada de buen número de fenómenos típicos de la vida española. Tengo para mí que la razón es que España, como Italia, y a pesar de todos los pesares, es un viejo país que las ha visto de todos los colores y que está sobradamente curado de espanto como para pretender que nuestros males se arreglen conforme a alguna especie de canon.
De este modo, parece que preferimos que las cosas sigan como están, por absurdas que sean, porque nunca se sabe qué ocurriría si tratásemos de conducirlas al redil de lo razonable. No en vano, uno de nuestros héroes literarios es un loco ilustre y risible que siempre acaba peor parado que el prudente Sancho, alguien que jamás se metería donde no le llamaran y que, además, cuando lo hace, en la Ínsula Barataria, queda curado para siempre de cualquier ambición, de la menor tentación de inmiscuirse en lo que no le importa. Lo que me parece más sorprendente es que los años de democracia no hayan mejorado apenas este aspecto de nuestra vida colectiva, de manera que seguimos tolerando disparates con tanta resignación y mansedumbre como en los mejores tiempos, como si los costos del disparate los pagase el Rey o alguien tan exento de responsabilidades como el monarca. Nos limitamos a ser, tras treinta años de democracia formal, disciplinados espectadores de lo que otros decidan y apenas se nos alcanza que tengamos alguna vela en este entierro.
Decía Azaña que, entre españoles, la mejor manera de ocultar cualquier cosa era escribirla en un libro, pero ahora podrían ponerse ejemplos todavía más sabrosos. A propósito del 23-F, el Rey, sin ir más lejos, ha declarado públicamente con apenas semanas de intervalo que él todavía no sabe lo qué pasó, para afirmar luego que ya se sabe todo y que lo que no se sabe se inventa. Es obvio que Don Juan Carlos no trataba de sentar plaza de historiador, pero no deja de ser estupefaciente que dos afirmaciones como esas puedan hacerse de manera tan seguida, tal vez dependiendo del auditorio. El caso es que los españoles seguimos sin prestarle gran atención a las ideas, a esos asuntos de que se ocupan gentes generalmente ridículas y de aspecto miserable. Nosotros al negocio, que es lo nuestro.
Para que no se crea que hablo a humo de pajas me limitaré a proponer algunos ejemplos recientes, sacados de la prensa de esta semana, cosas que pasan y son absolutamente disparatadas pero a las que nadie parece prestar la menor atención. Según noticia de hoy mismo, los grandes directivos del Ibex se suben un 20% de media el sueldo, lo que es seguro que tendrá unos efectos muy positivos en una sociedad que se encuentra necesitada de noticias optimistas como la que acabo de recordarles, y a la espera de que en breve les ocurra lo propio. Imagino que muchos lectores estarán pensando que a qué me meto en lo que cada cual hace con su dinero, pero me parece que la cosa no es tan simple. El día que vea a Telefónica, a Telecinco, o a Iberdrola competir en un mercado verdaderamente libre, apenas tendré algo que decir, pero mientras sus actividades, sus tarifas, y sus suculentos beneficios, sigan dependiendo de favores y privilegios me parece que esa ostentación está ligeramente de más. Al tiempo, el Gobierno se pone ahorrativo y nos recorta diez kilometritos en la velocidad máxima, algo que a Zapatero le parece nimio, como le parecerá ocioso interesarse por el incremento de las retribuciones a los barandas de nuestras multinacionales.
Ayer también se supo qué va a pasar con los controladores, esos individuos que según Pepiño y Rubalcaba pusieron en riesgo al país y merecieron la declaración de un estado de alarma. Pues bien, el laudo les deja con unos 200.000 euros anuales, un salario digno, como se ve, mientras hay cirujanos, ingenieros, profesores o investigadores que apenas llegan a la centésima parte de ese sueldecito, para que no se niegue que estamos en una sociedad en la que, como dice la Constitución, se premia la competencia y el mérito.
Hay partidos que se dedican a proteger a sus corruptos para que no se piense mal del conjunto de los políticos, sindicatos que no reconocen los derechos laborales de sus contratados, subvenciones y premios a películas que nunca verá nadie, dinero a troche y moche para las cosas más absurdas y rescindibles mientras se estruja el bolsillo de los que trabajan por cuenta ajena, que son personas de bien y de natural solidario y que, además, no suelen caer en la cuenta de que esas chirigotas se pagan con sus dineros.
Hace poco hemos celebrado un episodio grotesco, el 23-F, como si se tratase de una gran hazaña, de un motivo de gloria, claro que Bono también quiso ponerse una medalla por lo rápidamente que había salido corriendo de Irak. Esta España del disparate debería desaparecer, pero los que podrían lograrlo prefieren seguir gozando del espectáculo, sin ahorrar gastos.
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