Este cuadro de Zurbarán, "Defensa de Cádiz", ilustra perfectamente el objetivo y prioridad de nuestra asociación.
miércoles, 30 de marzo de 2011
¿Intervención humanitaria? Occidente oculta por qué apoya a los rebeldes libios
Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita es Profesor de Estudios Árabes e Islámicos, Universidad Autónoma de Madrid Publicado en El Confidencial (30/03/2011) Doce días después de iniciada la campaña de bombardeos aéreos occidentales sobre Libia, la situación (militar) sobre el terreno ha cambiado de forma drástica: las fuerzas del dictador Muammar Gadafi se baten en retirada desde el este, acosadas por los militares disidentes y las milicias rebeldes, cuyo avance han contenido en Bin Yauad, población próxima a la estratégica Sirte, la patria natal del coronel. El objetivo de los insurgentes es, primero, asegurarse el control de Sirte, feudo la tribu de los Gadádifa y reserva moral del régimen y, desde ahí, dirigirse a Trípoli. De esta forma, si no lo evitan escisiones de calado en los círculos civiles y militares más cercanos al clan de los Gadafi o no median presiones firmes por parte de los líderes tribales de Tripolitania, se ha de librar la última batalla. Será cruenta sin duda, porque la aviación de la OTAN no podrá intervenir de forma decisiva a favor de los rebeldes. No al menos si desea reducir al máximo las bajas civiles. No hay duda de que el futuro inmediato de Sirte ha de definir de forma drástica el curso del conflicto: si, como afirman algunas fuentes locales, los prohombres y líderes tribales de la ciudad y sus alrededores han retirado su apoyo a los Gadafi y están dispuestos a negociar con los rebeldes, aquéllos pueden despedirse ya de su última baza, a saber, la resistencia numantina de las regiones occidentales de Libia. El gran interrogante es saber si los de la Cirenaica están dispuestos a obviar la afinidad secular mostrada por determinados sectores de los Gadádifa, los Warfalla y los Magáriha, tres de las tribus más relevantes en Tripolitania, con el régimen de la Yamahiriyya (“Estado de las masas”, el nombre oficial de Libia). La tarea no resulta sencilla, por supuesto, sobre todo en lo referente a los Gadádifa (los Warfalla pueden alegar al menos que en 1993 un grupo de oficiales miembros de la tribu dirigieron un fallido golpe de estado y que, al fin y al cabo, jeques relevantes de la comunidad se han adherido a la revuelta desde el inicio), pero si la necesidad apremia, unos y otros sabrán poner en relieve las injusticias y desprecios sufridos a manos de los esbirros del arbitrario sistema gadafista, el cual ha erosionado las relaciones tribales y clánicas en Libia con el objeto de crear una especie de equilibrio regional que ahora se ha vuelto contra él. También habrá que preguntarse si los habitantes de Tripolitania y Fezzán (la tercera gran región libia, en el sur) se pueden fiar de las proclamas unionistas de los de Cirenaica, quienes afirman por activa y por pasiva que la capitalidad de Trípoli es irrenunciable y que, en ningún caso, pretenden una república independiente en Bengazi. De las garantías y poder de convicción de todos ellos dependerá que la dictadura más longeva de África caiga en cuestión de días, semanas o meses. Las fuerzas de Gadafi se desintegran Así pues, los insurrectos aglutinados en torno al Consejo Transitorio de Bengazi han pasado en poco más de una semana de tener la soga al cuello a disponer de todas las ventajas a su favor. No ya sólo han expulsado a las brigadas de los Gadafi de toda la Cirenaica (región oriental) sino que continúan controlando la ciudad de Misrata (la tercera del país), entre Trípoli y Sirte, incluido el puerto, y se están haciendo fuertes en el llamado Monte Occidental (al-Yabal al-Garbi), a pesar de que la artillería libia ha bombardeado la zona con la saña y arbitrariedad acostumbradas desde que se iniciara la contraofensiva del régimen, hará poco menos de un mes. Estamos inmersos en el inevitable pandemonio de la propaganda, los rumores y las hipótesis convertidas en datos irrefutables, pero el vuelco de los acontecimientos, penosos para la banda gadafista, invita a pensar que sus cuerpos armados se están desintegrando y que las tensiones entre las unidades especiales comandadas por los hijos y familiares del ·Comandante Combatiente· y el resto de formaciones están convirtiéndose en norma, todo ello ante la mirada de miles de mercenarios que han comenzado a sospechar que nadie les va a pagar sus emolumentos. Por el contrario, los mandos miltares de Bengazi han logrado, mal que bien, imponer el orden en el seno de las milicias civiles y, lo que resulta más perjudicial para Gadafi y su grey, les están diciendo a los aviones y barcos estadounidenses y europeos qué deben bombardear. Por ello, no debe extrañarnos que las incursiones aéreas de éstos hayan destruido objetivos estratégicos en lugares donde no se han registrado hasta ahora enfrentamientos armados, caso de Sebha, centro neurálgico militar en el sur y punto de intersección de los aprovisionamientos de armas y mercenarios. O que los cazas occidentales hayan castigado el frente de combate oficialista en torno a las ciudades cercadas en la costa, sobre todo Misrata y Zintán, ambas en poder de los insurrectos. ¿Una intervención humanitaria? Lo anterior debe conducir a plantearse una vez más la sustancia y licitud de las resoluciones internacionales que desde 1991 han servido de doctrina para las intervenciones militares occidentales en el mundo árabe e islámico. El texto de la resolución 1973, del 17 de marzo de 2011, que ha dado cobertura a los bombardeos en Libia y garantiza la zona de exclusión aérea, explicita que el objeto de los mismos es ·proteger a la población civil·. El problema viene suscitado por el añadido de ·por todos los medios posibles·, lo cual deja a discreción del comando militar -y no de las propias Naciones Unidas- determinar si atacar un depósito de armas en Trípoli o un convoy militar entre dos puntos distantes en el sur entra dentro de esta categoría. En realidad, esta intervención, supuestamente humanitaria, se está llevando a cabo para apoyar la campaña militar de los insurrectos, lo cual, con independencia de lo que pensemos sobre cada una de las partes enfrentadas y quién ha originado este ciclo violento, no se corresponde con el espíritu de la resolución. En este sentido, el documento ·oculta· un objetivo principal -derrocar a los Gadafi por medios interpuestos, esto es, una ofensiva terrestre local y un apoyo aéreo extranjero-, objetivo que determinados portavoces civiles europeos y estadounidenses han expuesto con mayor nitidez. El principal problema, pues, radica a nuestro entender en que los países occidentales siguen utilizando los mecanismos de la legalidad internacional para justificar sus estrategias particulares. Lo peor, y lo que nos hace sospechar que la cristalización de un verdadero recambio basado en la ética, la transparencia y la sinceridad está muy lejos aún, es que los estados que se abstuvieron en aquella votación, en especial China y Rusia, hacen gala de un cinismo y una desvergüenza sin límites. Ya nos hemos acostumbrado a que Pekín y Moscú se muestren reticentes, cuando comienzan las deliberaciones en torno a sanciones contra quien sea, para luego terminar dando su brazo a torcer de mala gana. Cumplen quizás el cometido del ·policía bueno·, pero terminan irritando a todo el mundo: a unos porque a pesar de sus proclamas no hacen nada por encauzar la Organización de las Naciones Unidas hacia una senda más ecuánime y efectiva; a los otros, porque en reuniones a puerta cerrada permiten la inclusión de cláusulas como ·con todos los medios necesarios·, sabiendo a qué equivale todo eso, y luego, ante las cámaras, horas después de iniciados los ataques, se limitan a ·exigir· el fin de los bombardeos, como si carecieran de potestad e influencia para forzar una reunión, o la menos intentarlo, del Consejo de Seguridad. Se equivoca quien piense que la intervención, ya de la OTAN tras asumir el mando de las operaciones, va a resultar con estas premisas un espaldarazo para el proyecto de liberación y democracia en Libia. Al contrario, el proyecto en cuestión va a resultar rehén de toda esta operación y, dependiendo de cómo se desarrollen las operaciones militares, deberá dedicar parte de sus energías a justificar el porqué del apoyo prestado por los opositores. Por supuesto, comprendemos que millones de libios -y buena parte de la opinión pública árabe- hayan recibido los ataques aéreos contra las fuerzas oficialistas como una bendición caída del cielo -si nos hubiese tocado vivir en Bengazi el 16 de marzo habríamos hecho lo mismo, seguro- y sólo nos cabe esperar que, dentro de lo malo, la contienda se decida cuanto antes posible y con el menor coste de vidas. La estupidez criminal de Gadafi, confiado en la supuesta comprensión de sus nuevos amigos occidentales, ha hecho que muchos consideren la intervención armada externa un mal menor. Y todo ello porque los intereses oscuros de determinadas potencias regionales e internacionales, amigas, enemigas y neutrales -y aquí debe incluirse también la postura vergonzante de dirigentes como Hugo Chávez y su doble rasero ·revolucionario·- y ese tic convertido en hábito ya con el que Occidente procesa las revueltas árabes, estudiando la forma de reconducir la crisis a su favor en lugar de apoyar las reclamaciones populares de manera sincera y eficaz, han diferido demasiado una decisión firme sobre la agresión feroz de un régimen contra un pueblo que, en un inicio, se manifestaba de manera pacífica en demanda de libertad y derechos. Habría bastado, como muy tarde una semana después del estallido popular, un embargo aéreo y marítimo y una imposición de un alto el fuego innegociable. Y en el caso de no haberse cumplido éste, tras una inspección in situ de comisionados de la ONU, cosa más que probable conociendo la mentalidad de Gadafi, una intervención militar con comando multinacional y participación del mayor número posible de naciones para inutilizar las brigadas y cuerpos de elite y romper el bloqueo impuesto a las ciudades y pueblos díscolos, así como asegurar el suministro de comida y medicinas y promover la salida negociada de los Gadafi. Pero hablamos por hablar, pues hemos comprobado ya en tantas ocasiones la inoperancia de la llamada comunidad internacional como para mantener la esperanza en acciones globales, consensuadas y coherentes. Un plan de acción que permita pensar que el mundo no está regido por una única potencia que tiene que participar de forma activa en cualquier empresa colectiva -si Estados Unidos no interviene, malo, y cuando lo hace, peor, ¿en qué quedamos?-. Y que todos nosotros, venciendo nuestra apatía, estulticia y desinterés, seamos capaces de forzar una comunidad internacional que diga “no” y, además, ponga coto a las barbaries cometidas por regímenes violentos e inhumanos contra su pueblo, ya sea en Libia o, por poner el contraste más sangrante, en Palestina, a manos aquí de un sistema político racista y falsamente democrático.
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